Fue Rubalcaba quien tras las elecciones de 2016 descalificó como investidura Frankenstein un eventual acuerdo heterogéneo entre socialistas, populistas de Podemos, soberanistas catalanes e independentistas vascos. Lo consideraba imposible, pero la coalición adversa contra el PP ocurrió dos años después y le dio tiempo a verla con sus propios ojos antes de su muerte en mayo de este año. En Alemania utilizan la expresión en sentido contrario. Existe un pequeño municipio teutón de escasos mil habitantes que se llama Frankenstein, en el distrito de Kaiserslautern en Renania-Palatinado, en el que hay una curiosa colaboración política y personal entre la dirigente local democristiana de la CDU y el ultraderechista de Alternativa por Alemania (AfD): son matrimonio.

El New York Times lo contaba en una crónica hace un mes, en la que citaba un informe de la radiotelevisión pública ARD con 18 casos de cooperación en gobiernos locales de los democristianos con AfD en la República federal. Una experta, la politóloga de la Universidad noruega de Bergen Elisabeth Ivarsflaten, sostiene que los pactos de no cooperación con la extrema derecha en Europa "tienden a no durar". Hay primero experimentos a nivel local que acaban aplicándose en el ámbito nacional, como ha ocurrido en su país con el Partido del Progreso. Aquí en España preocupa el ascenso de Vox y se hacen cábalas sobre cómo parar su subida. Pero no se acaba de establecer un manual de instrucciones. En el resto del continente pasa lo mismo. Y ya se considera que este fenómeno no es marginal, ni residual, ni temporal.

La publicación digital sobre política internacional esglobal.org adelantó hace poco un capítulo del libro Epidemia ultra, sobre el auge de los ultranacionalistas, euroescépticos y xenófobos en una docena de países del viejo continente. A la pregunta de por qué los votan millones de europeos, los autores sintetizan: por miedo a lo desconocido, odio hacia el diferente y frustración por no cumplir con sus expectativas. Se aprovechan del desencanto hacia los partidos tradicionales y consideran a la UE una amenaza para su identidad nacional. Pero resulta tan complicado aislarlos que es difícil hallar un país en el que los cordones sanitarios hayan funcionado siempre.

En el debate electoral del 4 de noviembre Pedro Sánchez puso como ejemplo de países inmaculados a Francia y Holanda. Pero en Francia el socialista Mitterrand en el año 86 cambió la ley electoral para intentar evitar la victoria de gaullistas y centristas, lo que permitió al Frente Nacional de Le Pen entrar en la Asamblea Nacional con 35 diputados. Y en Holanda el primer ministro liberal Rutte llegó al poder en 2010 con el apoyo del ultranacionalista Wilders.

Las coaliciones Frankenstein de doble uso ganan terreno. Nadie es perfecto.

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