Fisionomía

La celebración de la salud no sugiere nada perturbador, salvo que se use para deducir principios morales

Hay gente terrible que presume, como dice la expresión coloquial, de tener mucha pesquis, para la que la forma de ser de cualquiera no ofrece ningún misterio. Conocen a alguien y de inmediato lo catalogan, se precian de calar a las personas a primera vista y hayan o no acertado recuerdan siempre, cuando sucede algo sorprendente o inesperado, cómo lo tuvieron claro desde el principio. A los que no poseemos ese don sobrenatural -y en general desconfiamos de los juicios apresurados- no deja de admirarnos esa capacidad infalible para componer un retrato completo y sobre todo presciente a partir de unas pocas impresiones, que deben de estar relacionadas con el vestuario, la forma de hablar o las maneras, pero acaso también -es de temer, lo que ya no resulta tan cómico- con la mera apariencia física.

Leyendo a propósito de la enloquecida reivindicación de la Antigüedad que sostuvieron los nazis, apoyados, todo hay que decirlo, por la flor y nata de la universidad alemana y en especial -porque eran parte interesada- por los historiadores y los clasicistas, para los que los griegos anteriores a la edad helenística eran parientes nórdicos cuyos logros revelaban la superioridad de la raza aria, encontramos ideas y argumentos que vemos repetidos, casi a la letra, por los actuales predicadores del culto al cuerpo. Es curioso observar cómo el uso perverso de nociones razonables o incluso dignas de elogio ejerce sobre ellas, también de forma retrospectiva, un efecto contaminante. La celebración de la salud y de la belleza no sugiere por sí misma nada perturbador, salvo que se use para deducir principios morales y que estos, como ocurrió en aquella época maldita, condenen a los débiles y los enfermos.

Conoció entonces su último momento de gloria la seudociencia de la fisionomía, asociada a un cóctel explosivo donde se mezclaban el darwinismo social, la raciología -otra estafa urdida con la complicidad del discurso académico, que aportaba munición a los delirios supremacistas- y la eugenesia. Los rasgos externos revelaban la condición y hasta la fealdad -o lo que tomaban por tal quienes se proclamaron custodios del canon apolíneo- era objeto de sospecha. Todo esto suena muy antiguo, pero los prejuicios no han desaparecido y se presentan de otro modo en un tiempo, ahora sí el nuestro, que presiona hasta lo ridículo para exigir un aspecto impecable o lo que llaman buena presencia. Entiende uno que insistan en ello los cirujanos plásticos o los dueños de los gimnasios, pero hay que mirar más allá de lo que se muestra a simple vista. El rostro no es, frente a lo que afirmaba la sentencia latina, el espejo del alma.

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