editorial
El fracaso del Estado
Alto y claro
Si Felipe González admitiera consejos, cosa poco probable a su edad y con su historia, debería hacer caso a los que le digan que tiene que cuidar más sus intervenciones públicas. En todos los sentidos: qué dice, con qué frecuencia sale a la palestra y, también muy importante, dónde lo dice. Aunque pueda parecer lo contrario, la frontera entre el estadista retirado de la primera fila que pone las cosas en su sitio y el viejo cascarrabias con inclinaciones cuñadistas es a veces demasiado sutil.
Para la generación que vio muy joven el entierro de Franco en el televisor en color recién estrenado en su casa, Felipe González es algo más que un personaje histórico. Es quien levantó, delante de sus ojos, la España en democracia en la que se hizo mayor; el que puso a España en Europa y en el mundo y el que le dio una etapa de progreso y estabilidad que hoy se echa mucho de menos. Claro que no fue el único. Ahí estuvieron Suárez, Juan Carlos, Carrillo y tantos otros. Pero fue el más importante y el que mejor simbolizó, hasta que en los noventa todo saltó por los aires, ese tiempo nuevo que dejaba atrás para siempre los peores fantasmas de nuestra historia.
González está de sobra legitimado, por lo que ha representado para su país, para su partido e incluso para la construcción de Europa, para levantar la voz ante lo que está pasando hoy en España. Es tan fácil como lo siguiente: el edificio que la generación de Felipe levantó sobre los cimientos de una Constitución de consenso se está resquebrajando y el principal responsable de esa ruina progresiva es quien está al frente del Gobierno y del Partido Socialista. Todo ello por una ambición insana de poder. Es su análisis y, como todos los que hace, está cargado de argumentos y de sentido común y se puede compartir en todo o en parte.
Nadie le puede discutir el derecho a proclamarlo a los cuatro vientos. Es más, así cumple un nuevo servicio a su país. Pero debería medir mejor algunas exageraciones y algunos foros. La semana pasada, en El Hormiguero de Pablo Motos, pisó la raya de picadores buscando el aplauso fácil de un público acostumbrado a otros espectáculos. No es la primera vez que se desliza por una senda que, claramente, no es la suya.
Pero, aun así, merece la pena escucharlo. Tener a Felipe González pletórico de salud y con las ideas claras es uno de los pocos lujos políticos que nos podemos permitir en una España que va por un camino nada recomendable.
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