Ya ha terminado la semana larga de feria y con la música metida en las orejas, rezando a toda la paganía existente para que se marche, por favor, aunque sea despasito, un poquito de balance se impone.

Lo mejor de nuestra feria son nuestras ganas. Córdoba tiene eso que llamamos un modelo abierto: todo el mundo puede pasar donde quiera, sin mucha complicación, y eso es bueno. En principio, es la elección de cada uno la que determina dónde echar el rato con un bailecito. Todos hemos visto también que cada vez más casetas cierran sus dominios tres o cuatro veces, reservándolos a sus socios o amigos. Tampoco está mal. Puede convivir lo uno con lo otro. La feria, como concepto, está bien.

Pero, en el otro lado, hay serios problemas que se tienen que apuntar en el debe. En el Arenal, ni hay sombra ni la va a haber en la vida y el calor, cuando viene a visitarnos, viene con ganas. El acceso a la feria andando presagia, desde que atraviesas el puente o te acercas por el Arcángel, un rato largo de calor del bueno, de nivel profesional. Está claro que en Córdoba evitar el calor es misión imposible, pero si la sombra no puede imponerse en el Arenal o, al menos, no va a ganar ninguna batallita que nos dé un respiro, quizás tendríamos que pensar que el sitio no es el más oportuno para las horas centrales del día, que son, como poco, la mitad.

Con todo, lo que más me enerva de la feria no es la carencia de transporte público, este año algo más visible, la carencia, digo, o la cada vez menor tendencia a la feria familiar, tomados los sitios por muchos borrachuzos, insensibles e insensatos, o los precios astronómicos de unos cacharritos discretos, o los sencillamente ridículos por caros de la comida o la bebida en casi cualquier caseta, con honrosas excepciones que parecen estar en otra feria. No. Lo que me resulta bochornoso es que los poderes públicos tengan tan poca fe en el modelo que dicen desear, eso que escribía antes, una feria abierta, inclusiva y amable. Porque, por ejemplo y sobre todo, tolerar el macro botellón del Balcón del Guadalquivir es reconocer la propia incompetencia para defender dicho modelo y, además de una irresponsabilidad severa en materia de salud pública, porque no se dificulta el acceso al consumo ingente de alcohol a los jóvenes, sino que se señala un sitio donde hacerlo para que molesten menos, como si fuera una cuestión solo de orden, enseña el camino de una feria de pubs disfrazados y alcohol destilado a raudales a una multitud. Si esto no se remedia con coraje y convicción, sólo tendremos al paso de los años, por pura aritmética y aguante, una feria tomada por chavales perjudicados que van entrando y saliendo de pequeñas discotecas, dispuestas en una hilera aburrida para una mayoría ausente que debería reivindicar el farolillo gracioso.

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