Fantasía pro Urdangarín

Tras serle negada una ayuda solicitada, se enfrascó en cumplir el designio del Gran Khan, como era su obligación

El Gran Khan, que era el dueño del jardín prohibido, "jardín de gran extensión, muy bien rodeado con un alto muro de muchas imágenes", se vivía y se sentía a sí mismo como propio de una raza de origen superior. Y ya no es que esta vivencia la dedujera por vía de razonamiento, era, sobre todo, un convencimiento que llamaríamos por sentido emocional de totalidad. Como si hubiera sido Naturaleza misma la que hubiese venido en su favor mediante algún dios u otra fuerza sobrehumana. Era el orden natural de las cosas, de manera que unas surgen de la mente y las demás del barro de Pandora y Epimeteo, ni siquiera de Prometeo. (De ahí el tú natural frente al vos con que debían responder los efímeros, según palabra de Esquilo). Y fue allí donde se escuchó la voz imperiosa, altiva y necesaria: "¡Cómo tienes a mi hija en un piso de 300 m2 cuando ha vivido toda su vida en un palacio!", único lugar apropiado para morada de los que Naturaleza hasta cambió el color de su sangre.

El efímero había sido arrebatado e introducido al jardín, mediante el sueño, "Y así yo podría traer de testigo / un autor famoso llamado Macrobio / que nunca a los sueños tuvo por quimeras". Andaba cual mortal común, embebido en superficiales entretenimientos, cuando fue arrastrado al lugar de los supremos ("vino a franquearme una noble joven / que era por demás hermosa y lozana") donde debió pasar una etapa de aprendizaje imprescindible y de grave martirio para alcanzar el lenguaje de las aves y demás moradores del lugar. (Un aprendizaje paralelo a otro que surgió del famoso "ahora me toca a mí", herejía mayor que la cual nunca pudo producirse en el olimpo hispano). Purificados el entendimiento y los fervores mediante todas las exquisiteces que soñar se pudiera, creyó haberse tornado en deidad lo que carne perecedera había nacido. Y en una metamorfosis apurada y apresurada apareció un nuevo ser cuya arrogancia desbarató honores y cargos deportivos. Y que, al decir de los viejos y sabios, caso de no ser muy inteligente y poco letrado, caería para siempre en la mayor inanidad.

Y así, tras serle negada una ayuda solicitada, se enfrascó en cumplir el designio del Gran Khan, como era su obligación y su necesidad, convencido de que no había otra tarea más noble que esa obediencia infinita. Fue de esta manera como nunca fue capaz de entender lo que decían los precarios y los breves que le estaba pasando.

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