Estatuas

Nadie saldría indemne de un tribunal moral en el que declararan compañeros, familiares y antiguas parejas

En el college norteamericano en el que di clases durante algún tiempo hay una estatua de su fundador presidiendo el campus. El fundador fue un médico del siglo XVIII, firmante de la declaración de independencia, que había sido un digno representante del Siglo de las Luces: enemigo de la esclavitud, opuesto a la pena de muerte y a los castigos corporales, fue un firme defensor de los derechos de las mujeres y fundó hospitales y centros educativos. Incluso llegó a postular -cosa insólita en su época- un trato humanitario para los enfermos mentales. Pero este buen hombre tenía un problema: un día le dio por buscar una fórmula para blanquear la piel de las personas de raza negra, ya que se le había metido en la cabeza que así podría salvarlas de la esclavitud. Evidentemente se trataba de un propósito bienintencionado -y delirante-, pero si hoy en día alguien se acordara de esta historia, no tardaría en acusar a este médico humanitario de ser una especie de doctor Mengele de finales del siglo XVIII. Y es muy probable que una turba de estudiantes enfurecidos, al grito de "¡Abajo el sádico despellejador de negros!", acabara derribando la estatua de ese hombre que -no lo olvidemos- también se había opuesto firmemente a la esclavitud y había defendido los derechos de las mujeres y de los más pobres.

Digo esto porque es imposible encontrar una figura pública -por admirable que sea- que no esconda algún aspecto sospechoso o incluso condenable. Basta hurgar un poco en la vida de alguien para que enseguida aparezcan un sinfín de particularidades desagradables. Y nadie podría salir indemne de un tribunal de evaluación moral en el que se llamase a declarar a compañeros de trabajo, a familiares lejanos, a un comité de vecinos (¡ay, los vecinos!) y a antiguas parejas sentimentales. Pronto empezarían a salir a la luz un montón de cualidades detestables, de modo que todos pondríamos en duda que esa persona se mereciera un monumento público o una mención elogiosa en los libros de historia.

Por eso sería bueno que el consenso sobre las figuras públicas se centrara en los aspectos positivos y se olvidara de los posibles aspectos negativos, siempre que los primeros fueran mucho más importantes que los segundos. Es una simple cuestión de madurez moral, algo que quizá ya no pueda permitirse esta sociedad cada vez más infantil.

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