Mi calle es puntual como un reloj. Bueno, como un reloj, no. Empezamos a aplaudir a las 7:58. Salvo el primer día, que fue a las diez, todos los demás hemos empezado antes. Dos minutos. No sé quién ejerce el liderazgo, pero sí que debe tener adelantado dos minutos el reloj de la cocina. Creo que son los del tercero que tengo enfrente, un poquito a mi izquierda: tienen tres nenes chicos, dos y una, que han llenado de arcoíris su balcón. El otro día, que hizo viento, se le voló de madrugada y no me he fijado si lo han repuesto. Aplauden con ganas. Como los del cuarto de justo enfrente, un matrimonio mayor. Se quedan un rato más para ver el ambiente después de aplaudir. A lo míos, les hace mucha gracia el entusiasmo de la niña del primero de esa columna de pisos. Sus padres llevan el chino de justo debajo de mi casa y tienen dos chiquillas, una bebé y ésta -que es la mayor- y alucina aplaudiendo cada día.

Veo también a Araceli y su familia. Es la profesora de Historia de dos de mis nenas y son también de no faltar. Cuando terminamos suele quedarse asomada porque en la calle de al lado montan un happening más largo, con canciones y micrófonos y altavoces. Con una media sonrisa, pienso que reflexiona lo que sea, como todos ahora. De vez en cuando, comparto un cigarrillo con el del cuarto a la derecha según miro yo. Un señor. Nos había pasado antes, pero en silencio. Ahora nos pasa igual, pero nos saludamos. A veces hablamos, a veces no. Pero nos miramos. Y asentimos. Y donde mi hermano, ¡ay!, mi cuñada sale también con los niños y siempre nos saludamos al final. Los del cuarto, que tiene al lado ella, respondieron desde el primer día al saludo, porque pensaron que era para ellos. Desde entonces, las tres casas insistimos con una sonrisa. Los últimos días ha pasado un coche de la policía local. Por la esquina de la calle, lo hace un minutillo después de que se calmen los aplausos, pero, cuando los vemos y pitan, retumban de nuevo. Y, claro, mi casa, nosotros y los vecinos de mi bloque. Te asomas y los ves en línea. Y así todo. No estamos solos.

Las ocho de la tarde es la hora del día en la crisis de nuestras vidas. Sé que, a veces, luego, hay caceroladas. Contra el Rey, contra el gobierno, contra quien sea. Me parece bien y lo respeto, no me gusta casi nada de lo que hay, pero yo no voy. Yo voy a aplaudir, porque creo que lo que ahora toca es sujetarnos. Aplaudo a los sanitarios, a los transportistas, a los servidores públicos, a todos los que se juegan el tipo para que mañana podamos aplaudir de nuevo. Y seguiré yendo mientras esto dure. Porque también les aplaudo a ellos, a los vecinos de enfrente y de al lado, que son todo el país. Y, miro a los míos, y sé que también nos aplaudo, porque somos todo el país. Y porque, luego, esto, tenemos que reconstruirlo y nos necesitamos. Porque a las ocho, cada día, recomenzamos.

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