El miedo al vacío no define un estilo pero sí acuña una decantación estética de la inquietud. La paradoja es una elevación si se asocia con la hipnosis. Mundos de Escher que son como de Borges, infinitos, paradójicos, imposibles e impecables, terribles y gozosos. Respira Escher donde latió el soplo manierista, donde Parmigianino, donde el arte hispanomusulmán se acercó al misterio a través de la repetición. Paradoja y misterio son dos conceptos clave para entender a Escher, que invocó una cláusula de felicidad en la cosa diminuta, en la naturaleza que preserva alguna formulación de lo auténtico, en los núcleos rurales (ese sur de Italia fatigado en sandalias) cuya abstracción nuclear (cuyo esquema anatómico) supone un desafío a la mirada. Mundos que encierran mundos, éxodos de la forma hacia su contrario, el enigma que carpintea en el vientre del enigma para decir unánimemente el aproximado nombre de una fiebre o un delirio.

Escher es el arte como ilusionismo que se nutre al mismo tiempo de la matemática y de la imaginación. Escher es quien intuyó que el caos es la multiplicación sin ritmo, la aproximación al fraude legitimada por el aventurerismo del genio. Ritmo es igual a la convergencia de la música y la matemática, o sea la poesía. Escher es el poeta indefinible de las formas que alcanzan en las mínimas dimensiones su mayor expansión expresiva, formas abstractas que mutan en concretas como en un trayecto que hiciera magia de la rutina, poeta óptico y celestino de los opuestos que se complementan, la geometría paradojizada en la inconcebible representación de lo ilimitado, la metamorfosis como cumbre estética, el sagrado rito de la transformación. He visitado la exposición de Escher en el Palacio de Gaviria de Madrid con embeleso párvulo, en una usurpación o mecánica de retina borgesiana, como leyendo un relato de multiplicaciones, figuraciones en la hora lúdica y primaria de la repetición, espacios del capricho abismados en la onda onírica de un temblor, he vuelto de Escher como de un pentagrama único y peligroso, contaminado y conflictivo, para entender un poco mejor o un poco peor la erótica del ser y el estar y sus partículas elementales, porque Escher finalmente es un erotismo globalizante, arcádico, remoto y sofisticado, la noche unánime de los días unifocales, la luz incierta en los pliegues funerales de todos los mundos que buscan su forma, suicidios inversos en la latitud nociva de lo aritmético, enjambres en la liturgia perfecta y deplorable del ensamblaje, Escher es el perfecto extravío, es el sueño visual de Bach, que alumbra una utopía indecible, voluble, musical, mineral y nuestra.

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