Ahora, ERE. Antes, Gürtel. No sé si es igual. Sé que el fallo no está en las sentencias. El fallo, gordo, enorme, está en que pueda pasar esto sin control, por encima del control, o prescindiendo del control.

Siento bochorno cuando el hooliganismo político de este país, lo único en lo que parecemos ir sobrados, compara tasas de corrupción, encontrando motivos para cargar o descargar las tintas sobre lo que les pasa a unos o a otros. Rápidamente, se destaca que nadie se ha llevado un euro a su casa y que no ha habido condena al partido que los cobijaba. Por la otra parte, como un rayo, se recuerda que esta condena es la mayor de la historia de la democracia e inhabilita a los contrarios para conducir el presente tumultuoso y el futuro incierto. Lo jodido es que las dos cosas son asumibles parcialmente. Es verdad que no se condena a un partido político en este procedimiento y es verdad que es la mayor para políticos que hemos vivido en democracia. Pero lo más triste, lo más lamentable, es que el sistema se ha envilecido hasta unos límites insostenibles: que los argumentos de ataque y defensa sobre estas situaciones se reduzcan a un permanente "y tú más" para, como he escrito arriba, cargar o descargar las tintas sobre unos u otros, implica que nuestros políticos son excepcionales escurriendo el bulto y que lo que les pasa a ellos, en realidad, no les pasa a ellos, que pasará. Y son listos. Saben la verdad. No les pasa a ellos, pueden protagonizar la corrupción, pueden tolerarla o pueden esconderla hasta que emerge y después tamizarla para que les afecte poco, pero saben la verdad: nos pasa a nosotros.

Érase que se era un país de gente normal, medianamente decente, con sus aspiraciones y sueños, con sus frustraciones y miedos. En ese país, la gente andaba haciendo sus cosas a diario y cuando había sol, muchas veces, las más, hacían lo suyo, mal que bien, lo de todos los días, y cuando llovía, que no era tan frecuente, apretaban el paso, y preferían llegar a cobijo antes, para que la lluvia no mojase demasiado. Un viernes sobre las tres, el pasado, en un trozo de ese país, llovía a cántaros. En la esquina de mi calle, en concreto. Allí, justo en el punto donde cruzaban los coches, había un cubo verde, como de basura, en mitad del paso de peatones, estorbando el tráfico. Todos lo veían al pasar. De hecho, en unos quince minutos unas diez personas lo evitaron, pasaron de largo, porque iban a lo suyo. Lo normal, ya lo quitarán. Solo una muchacha, joven, pantalón negro, chaqueta vaquera, zapatillas blancas, paraguas a cuadros, con naturalidad, cogió el cubo con su mano libre, cruzó los cinco metros que la separaban del contenedor y lo dejó allí, quitando el estorbo. Y siguió su camino. Érase un país que había convertido esa normalidad en una rareza. Y tenía que recuperarla. Implicándose. Más como ella, menos como los demás. Para no hacer de la vergüenza el pan nuestro de cada día.

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