Hay veces que el ejercicio noble de beber vino puede convertirse en un elegante pase de altura, en una especie de arte. Uno debe reconocer que no está llamado de natural para la delicadeza, sino que es más bien de basto envoltorio e irregular fondo, por eso, cuando tiene la suerte de encontrarse con un momento desconocido, es de apreciar que el azar no sea elitista y le permita saborearlo. El momento y el vino.

Así ha ocurrido casi sin querer, en estos tiempos de ausencia de encuentros, que tanto echamos en falta. Con un punto de furtivismo y la complicidad prudente de gente guapa, sin dar detalles al pregonero, imaginen un día de sol sin abusar, aire fresco para consumo libre, sonrisas de las que valen, una buena botella de vino color cereza y aroma de barrica florida, y unas cuantas copas de cristal brillante, limpio a marcha martillo, fino para soportar brindis. No piensen mal, menos de seis.

El descorche fue discreto. Sobre la mesa alta, el basto peleó un rato con la cápsula, para prepararse el camino con el sacacorchos sin dificultades. Como buen basto, no suele cortar la cápsula sino sacarla entera, manías de aficionado. Pero, amigo, con un juego de manos rápido, otro que sí sabe, vinatero recio y firme, quitó la botella de la mesa, y sin volver a apoyarla, como debe ser, en cuatro o cinco giros enérgicos procuró que el corcho alumbrase el espectáculo posterior. Sin ruido. Sin plop. Nada incómodo.

Cerca el vinatero de las copas, sin mirar a nadie, pero sin dejar de mirar, tras unos instantes cortos para que el vino respirase (no es preciso tampoco oxigenarlo demasiado, cada copa es un paso de experiencia), vertió menos de un dedo corto en la base de una de ellas, la movió con decisión, y repitió con el mismo caldo la operación en el resto de las que esperaban ser llenadas. Con la última así dispuesta, arrojó el líquido que había utilizado y, entonces sí, con más parsimonia que antes, sirvió. Un punto sonoro al chocar las copas, demasiado quizás por la parte basta del conjunto, y a beber: función final del elixir, el punto exacto del disfrute.

Al cabo del silencio preciso para escuchar al paladar, antes del segundo sorbo, pregunté el sentido de aquello. Envinar la copa, me dijo. Una copa limpia guarda también restos involuntarios de olores o partículas invisibles de lo que sea; con una pequeña cantidad de vino, rodeas por dentro la copa, mueves y arrastras, y para fuera todo lo que no sea aroma al propio vino que vas a tomar. Envinar la copa hasta con la copa limpia: la mera sospecha de que pueda tener un recuerdo lejano de algún jabón, de cierto polvo, o de otro vino, merece la buena costumbre de envinarla. Un tipo sabio, además de listo, es Julio.

De vuelta al recogimiento, pensaba el basto si no irían mejor las cosas de envinar las copas que nos ofrecen, esas dudosas de vino peleón que nos castigan. Igual sí. Y, en la duda, envinó otra.

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