Alto y claro

José Antonio Carrizosa

jacarrizosa@grupojoly.com

Enredados

Hemos regalado nuestra intimidad a operadores a los que hemos hecho tremendamente poderosos

Con las redes sociales pasa como con el vino. Que en dosis moderadas es recomendado por los médicos por sus propiedades cardiosaludables, pero que si se convierte en el único aliciente de la vida termina por hundírsela a cualquiera. Me pregunto si lo que pasa con Facebook, Twitter, Instagram o WhatsApp no es un deslumbramiento que terminará pasando. Al final, adquirirán su dimensión como un instrumento más que el progreso ha puesto a nuestro alcance para facilitarnos la vida tecnológica, que cada vez es más el medio natural en el que nos entretenemos y en el que nos ganamos la vida.

Hace una década, ninguna de estas redes que ahora nos alarman a la vez que nos subyugan tenía una presencia determinante en nuestras vidas. De hecho, su generalización es un fenómeno reciente del que caben extraer dos conclusiones: la primera es que ha llegado para quedarse, con lo que mejor aprendemos a convivir con ellas; la segunda es que posiblemente estemos asistiendo a una crisis de instalación y que hay que esperar que en un tiempo razonable adquieran la dimensión que deben tener como instrumento de comunicación. Pero hay un tercer aspecto que es el que está cambiando la percepción que teníamos de las redes y que ha tenido su último y más grave episodio en la utilización masiva de datos de Facebook para campañas políticas: hemos regalado nuestra intimidad a operadores a los que hemos hecho tremendamente poderosos gracias a la cesión de nuestros datos. Poderosos como posiblemente no lo haya sido nunca ninguna otra organización privada a lo largo de la Historia. Lo saben todo de nosotros porque nosotros se lo hemos cedido a cambio de vivir hiperconectados. Ese conocimiento es poder y dinero. Un poder y un dinero que se pueden poner al servicio, como se ha demostrado en el caso de Facebook, de intereses abiertamente antidemocráticos.

Nadie nos ha obligado a hacerlo. Pero cada día que pasa está más claro que debe haber una intervención supranacional que ponga límites al imperio que se ha creado en torno a ese comercio de millones de datos que permiten diseñar estrategias políticas y comerciales no siempre limpias. El prodigioso avance de las tecnologías de la información en las dos últimas décadas nos ha facilitado la vida hasta un punto que era imposible imaginar en los finales del siglo XX. Pero también ha traído efectos no deseados: la misión de los poderes públicos es controlar esas consecuencias para que no terminemos enredados en una tela de araña de la que no podamos salir.

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