Enemigos interiores

Estas elecciones no resolverán su angustia. ¿Surgirá alguna llamada regeneracionista por el horizonte?

Si uno se adentra por la historia del siglo XIX español comprende enseguida los motivos de la primera guerra, allá por 1808. Se trataba de una invasión extranjera, y, en aquellos años en los que la idea de nación cobraba vida, fueron lógicos los arrebatos para expulsarla. Resulta llamativo que, partir de entonces, España ya no sufriera ninguna otra agresión, en su territorio, por parte de un enemigo exterior. Pero no por eso, las batallas sangrientas desaparecieron. Todo lo contrario, desde 1814 hasta 1939, las guerras y los pronunciamientos, más o menos bélicos, se han mantenido con significativa continuidad, alentados por enemigos interiores, siempre dispuestos a matar, por motivos cuya validez cuesta explicar y comprender. Baste recordar un solo ejemplo: las sucesivas guerras carlistas, que movieron tanto odio y causaron tantas muertes. Y cuando se logra entender sus porqués, da pena comprobar que cuestiones tan confusas y anacrónicas, ya para su época, hubieran provocado tanta persecución y destrucción entre españoles. No debe extrañar, pues, que un cierto pesimismo se enseñoreara de los escritores regeneracionistas, a finales del siglo XIX, al verse obligados a aceptar que, a la vista de los conflictos habidos, un cainismo ciego y atávico reinaba en la psique del hombre hispánico. La Guerra Civil vino a confirmar tan negras apreciaciones.

Pero cuando por fin, muerto Franco, la rabia fratricida parecía dominada, y se abría un periodo de convivencia moderna, resucitaron nuevos carlistas, tan ultramontanos y anacrónicos como en el XIX, con otros uniformes, otras banderas, pero anestesiados por la misma clerigalla, igualmente bien remunerada, con los mismos discursos (ahora llamados relatos) y tronando desde los mismos púlpitos anteriores. Este nuevo carlismo, rebautizado con la piel de plástico del separatismo, ha recuperado una vieja fórmula para obtener la felicidad: odiar al otro, creerse superior y creerse con interesada fe las letanías de un pasado inventado. Nada nuevo bajo el sol, porque estos carlistas redivivos no han aportado ni una sola idea de convivencia social, solidaria y creadora, ni siquiera para ellos mismos. Necesitan exhibirse continuamente agresivos para sentirse confirmados en su supuesta identidad. Mientras tanto, el resto de los españoles que se habían ilusionados, confiados en haber desterrado el cainismo, malviven desquiciados con el corazón en un puño. Y estas elecciones no resolverán su angustia. ¿Surgirá alguna llamada regeneracionista por el horizonte?

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