Elitismo

Hay individuos obtusos para los que cualquier gusto poco común es un síntoma de exquisitez culpable

Sólo a los necios o a los vanidosos, calificativos que en la práctica vienen a ser sinónimos, les halaga verse como miembros de una élite distinguida que suscita la animadversión o el resentimiento del populacho. Hay por fortuna personas excepcionales que destacan por encima del resto, pero incluso las realmente valiosas -que no son casi nunca las que se complacen en pregonarlo- pueden resultar desagradables cuando se ponen estupendas. Los sabios de verdad -o al menos los que uno ha podido conocer, sea directamente o a través de los libros, donde los maestros nos hablan como en una conversación entre amigos- son por lo general gente afable y de maneras sencillas, nada proclive al engolamiento o la fatuidad que tanto en la vida como en la literatura convierten a los presuntuosos en pelmazos indeseables.

Hay por otro lado, sin que nada en la actitud de los aludidos justifique la suspicacia, quienes ven a elitistas por todas partes, individuos obtusos y acomplejados para los que cualquier gusto poco común es un síntoma de exquisitez culpable o tal vez de impostura. Se reclaman orgullosamente normales, como si la normalidad fuera una virtud, pero los más desabridos vienen a ser discípulos inconscientes aunque no literales de aquellos fanáticos que liquidaban a todos los que supieran leer o simplemente llevaran gafas, potenciales seres pensantes y por lo tanto traidores a la causa de los cerebros planos. Tan ridículo es autoproclamarse parte de una selecta minoría -a algunos cráneos privilegiados sólo les falta hacérselo imprimir en las tarjetas de visita- como acusar de elitismo a todo aquel que se aparte de la manada.

La poesía, ciertas formas de arte, las ciencias o cualquier disciplina que exija dedicación, familiaridad y aprendizaje tienen un público más bien reducido o casi por definición minoritario, sin que ello permita calificar a sus cultivadores o a los que se interesan por esos campos de criaturas instaladas en el Olimpo e insensibles o desdeñosas de las predilecciones de la mayoría. No son terrenos vedados ni el trato con ellos implica -salvo para los que presumen de listos o para los que recelan de lo que ignoran- una diferencia relevante o incompatible con otras facetas o aficiones perfectamente ordinarias. Por hablar de lo que uno aprecia, la grata compañía de los antiguos o la curiosidad por la historia de las ideas no se oponen al trasiego de los vasos en una barra, el amor de las tardes demoradas o tantos otros placeres cotidianos que son centrales en nuestras vidas y no tienen nada de sofisticados.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios