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Los juicios son sospechosos cuando toman la forma de desmesurados elogios o de puñaladas traperas

La reciente publicación en un diario nacional de una reseña más que vergonzosa, debida a un indocumentado que se permitía descalificar entre denuestos y errores de bulto una obra incuestionablemente meritoria -lo sabemos bien porque hemos trabajado en ella cientos de horas- a la que es evidente que el crítico, por así llamarlo, no dedicó más que unos minutos, no pasaría de anecdótica si no reflejara la degeneración de los profesionales que en otro tiempo garantizaban el rigor de los contenidos asociados a cabeceras tenidas por serias. Por haberla ejercido durante años, sabemos que la esforzada tarea de los editores literarios de los suplementos y revistas, como la de los editores de libros, requiere de una entrega que sólo puede nacer de la vocación, pues se trata de un trabajo laborioso e invisible que en nuestra era de la banalidad y el autobombo adquiere rasgos casi heroicos. Lo lamentable no es que un insolvente despache con cuatro insidias mal hilvanadas una obra que no ha leído, dado que con ello sólo pone de manifiesto su deshonestidad y su ignorancia, sino que el responsable del medio en el que aparece -y cuya labor no puede limitarse a pedir y volcar sin más cualquier cosa que reciba- las acepte y difunda sin mediación ni filtro ninguno. Todo son quejas en un oficio que ha sucumbido a la precariedad y afronta un futuro ciertamente complicado, pero mal pueden competir los periódicos en el cenagal de las redes si no aplican controles que aseguren una mínima ecuanimidad de sus colaboradores, sospechosa cuando los juicios toman la forma de desmesurados elogios o peor aún de puñaladas traperas. Cuando el verano pasado la Revista de Libros suspendió su benemérita andadura, Félix Ovejero dedicó un excelente artículo de homenaje a su director, Álvaro Delgado-Gal, donde recordaba cómo el también editor de textos ajenos revisaba cada línea de los originales que le llegaban antes de dar su visto bueno a la publicación, pidiendo si era necesario -y aunque sus autores fueran firmas consagradas, tan seguras de su infalibilidad que no siempre aceptan de buen grado las sugerencias de mejora- nuevas versiones de los artículos entregados, en los que la claridad, la precisión y la limpieza de los argumentos eran requisitos ineludibles. No sin melancolía, siendo el final de una trayectoria ejemplar lo que motivaba el reconocimiento, Ovejero hablaba de un mundo de ayer que no es compatible con los apresurados hábitos del presente, en el que ni siquiera las publicaciones antaño prestigiosas resultan ya fiables puesto que sus editores, convertidos en relaciones públicas o meros recaderos, han renunciado a ejercer como tales.

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