Hoy empieza casi toda la chavalería en Secundaria. También el Bachillerato y los módulos. Y ya la Universidad. Tenemos en nuestro imaginario colectivo el recorrido ideal de la educación de nuestros hijos: una Primaria que dé buena base, una Secundaria que sirva para apuntalar lo aprendido y proyectarse mejor, un Bachillerato bueno que le permita escoger lo que quiere, una carrera terminada sin grandes apuros que soñamos, además, brillantemente superada y luego, pues claro, su máster, porque con la carrera solo no vale. Ni qué decir tiene que la formación profesional no entra a priori en nuestros planes a poco que se haya ido aprobando medianamente sobrado la secundaria.

El abismo. El abismo es lo que viene después de la cobertura de nuestro plan. Y el abismo es lo que lo separa, lamentablemente, de la realidad.

Yo creo profundamente que los jóvenes de nuestro país deben prepararse lo máximo posible y disfrutar mucho esa experiencia de preparación pero nuestro problema de competitividad y, sobre todo, el elevado nivel de desvergüenza que aquilatamos en nuestro sector público y privado, aconsejan que sean conscientes de la altísima cota de frustración que les espera en circunstancias normales. El verdadero drama es que entregamos a una generación tras otra a esa perspectiva gris (si somos optimistas) de la que solo parece salirse si se gana una plaza de funcionario (en un sector público que ya es gigante), se admite un sueldo discreto en la empresa privada (la precariedad ya es un triunfo), se aventura uno en el incierto autoempleo (con más o menos vocación emprendedora), o se marchan de aquí.

Pienso en esto porque los míos afrontan desde hoy distintos escalones de esas etapas y el panorama es poco alentador. Hay muy pocas posibilidades de que esto cambie. No deja de ser irónico que la batalla de la limpieza pública, necesaria sin duda, esté instalada estos días en los títulos de nuestros dirigentes. Sinceramente, me da exactamente igual que sean doctos o legos. Prefiero -claro- que sepan, pero sobre todo quiero que actúen: cuando fanfarronean sobre sus capacidades desesperan, los esfuerzos que despliegan en los ataques y en las defensas encendidas de sus currícula los retratan. Mientras hablan de lo suyo, aunque sea regalado, a los demás nos parte un rayo. Si invirtieran la mitad del ingenio puesto en fabricar postureo en resolver las papeletas que justifican su sueldo, quizás podrían mirarnos de frente. Que dimitan, que tienen que hacerlo, o que se queden, que no deberían, lamentablemente no cambia mucho el final del cuento.

A quienes sí importan: apretad los dientes, cambiad el futuro que os han escrito, buscadlo. Y, después, si queréis, devolved generosos parte de lo que seáis al país que os da tan poco. No seáis como ellos. Sed vosotros, mejores.

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