Disfraces

Celebré Halloween, sí, y también me comí unas gachas, que por cierto me salieron de maravilla. Y las dos cosas las hice, como las seguiré haciendo

De disfrazarse, que no sé yo, que es como más español de apariencia, menos seguidista, menos polucionado, yo veo a Villarejo disfrazado de Eduardo Manostijeras, aquel delirante personaje creado por el una vez genial Tim Burton, y maravillosamente interpretado por un jovencito Johnny Depp, antes de embarcarse en la nao pirata por la eternidad. No sé por qué le veo yo ese disfraz, aunque el disfraz del comisario, pero esos comisarios duros, oscuros y fumadores de las películas también le viene como anillo al dedo. Tal vez debería preguntarle a Cospedal, a María Dolores, que por lo visto lo conoce bien. El arcángel caído de la derecha española que empieza a dudar del precio pagado, tal vez no esperaba esta recena cuando ya tenía toda la vajilla metida en el friegaplatos. Esas fiestas que se saben como empiezan pero no como acaban, ay, esas fiestas. Ya no sé yo qué disfraz le gustará a Rato, aunque yo creo que lo suyo hoy es más de uniforme, según cuentan. Yo siempre lo imaginé de ágil violinista en película coloreada, esas en Cinemascope que antes pasaban por la tarde y hoy son carne cultista y exquisita de filmoteca. Ya no nos acordamos, que nos pasa igual que con el calor del verano, amnesia de un año para otro, pero yo sí me acuerdo bien de cuando Rato se plantaba en las universidades de media España y los estudiantes lo aplaudían con pasión futbolera, y hasta había quien suspiraba, que también recuerdo que lo incluían en la lista de los hombres más atractivos. Sí, ese país existió en un tiempo, no tan lejano. Nada de lo que extrañarse, que en esto sucedió a Conde, Mario, ese proyecto de megahombre que una vez reinó en España. Yo siempre lo imaginé disfrazado de Superman, engominado hasta el caracolillo de la frente. Rajoy, tras años disfrazado del mudito de los Hermanos Marx, decidió colocarse el de hombre invisible hace unos meses. Y hasta ahora, o hasta que Villarejo le preste algún disfraz. Veremos.

El gran referente patrio de los disfraces es Mortadelo, por supuesto, y eso que yo nunca lo he visto celebrando Halloween, que nuestro querido agente es español por los cuatro costados, con ese perenne traje negro. Muchos se quejan de que celebremos esta fiesta norteamericana, y justifican su resistencia con todo tipo de argumentos, algunos de ellos cubiertos con un barniz que desafía hasta a los tornados y lo huracanes. A mí siempre me queda la duda, y es que me da que lo español, el concepto de lo español, no es más que el resultado de una permanente mezcolanza, y es que si nos asomamos el balcón de la historia no encontramos nada más que culturas, pueblos y credos que han llegado y que, de un modo u otro, han permanecido. En nuestro vocabulario, en nuestro aspecto, en nuestra forma de ser. Y con esto no quiero decir que nos abracemos, como amantes enamoradísimos, a todo lo que nos llega de fuera como si tal cosa, no. Moderación y buena letra. Pero lo cierto es que se empieza rechazando y hasta repudiando una fiesta, una palabra o un sabor, y acabamos haciéndolo con las personas que lo transmiten y no hay sociedad más rica, sabia e inteligente que aquella que se vanagloria de su diversidad. Y para ser diversos, hay que querer y permitirlo.

Me encanta la tortilla de patatas, y los callos con garbanzos y un buen salmorejo y a la paella, sea o no la auténtica, nunca le haré asco, pero es que lo mismo me sucede con el sushi, la lasaña, el guacamole o un burrito. Y lo mismo me ocurre con todas las expresiones culturales, que consumo por igual, vengan de donde vengan, lo último que veo es la etiqueta o la denominación de origen. Películas americanas, cubanas o alemanas, pintores holandeses o rusos, escritores argentinos o canadienses, todos me emocionan por igual. Y es que si miro a mi alrededor, mi televisor o mi coche, si contemplo la marca del smartphone que llevo pegado a la mano compruebo que no es de Córdoba o de Orense, no. Celebré Halloween, sí, y también me comí unas gachas, que por cierto me salieron de maravilla. Y las dos cosas las hice, como las seguiré haciendo, armónicamente, sin enfrentamientos. No rechazaré nunca lo propio, pero tampoco lo ajeno. Eso sí, este año no me he disfrazado, que temí no estar a la altura, que la competencia era demasiado elevada.

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