Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Diputados, insultos

EL ejercicio de una vocación, convertido en rutina, tiene el mayor riesgo en ciertos vicios alejados de su verdadera naturaleza. No es la primera vez que se han escuchado insultos en el Congreso, y se seguirán oyendo, y en cierto modo puede hasta adquirir un efecto de cierto saneamiento, como aquella vez que Labordeta, cuando era increpado al grito de que se fuera a por su mochila, se quedó mirando al diputado en cuestión y le dijo que era un gilipollas. El insulto, ese acaloramiento del instante que luego ha de borrarse de las actas pero que queda intacto en el ambiente, tiene esa cualidad de espontaneidad naciente, de oxígeno de calle, de víscera en las cuencas de los ojos, y puede trasladar perfectamente la zozobra o la angustia, o una indignación.

No quiere esto decir que uno esté a favor de que los diputados, o cualesquiera otros representantes públicos, se líen ahora a gorrazos verbales en las comparecencias con debate, sino que únicamente apunto que la espontaneidad tiene estas cosas. Lo deseable, al menos, es que después del incidente todos los implicados se vayan a la cafetería del Congreso, o a Casa Manolo, que está justo detrás, a tomarse unas cañas y a reconciliarse, que es lo que hacían Fernando Martín y Dino Meneghin después de partirse casi literalmente la cara debajo de los aros. Esto, que en el deporte se suele ver con mucha facilidad, parece más difícil en el ámbito político, pero sucede igualmente, aunque la anterior legislación fue especialmente difícil en las relaciones de pasillo.

Insultar se ha insultado siempre, pero no siempre ha habido unas coreografías tan logradas como las que hemos podido ver en los últimos años. Cada vez que el presidente o el líder de la oposición terminan una intervención, por ejemplo en el Debate sobre el estado de la nación, automáticamente todas las bancadas de sus filas se ponen en pie para aplaudir, y hasta le gritan bravo, y él regresa luego a su escaño y hace ademán de sentarse, se levanta y saluda, apela débilmente a que cesen las palmas, pero éstas continúan alegremente. Todo esto, que tiene mucho de representación teatral, a mí me molesta más que los insultos. Me molesta la unanimidad, el maniqueísmo, las opiniones puestas en bloque de partido sin contemplar matices. La vida, como la literatura y también la política, está sustanciada en los matices. Uno puede estar en contra o a favor del aborto, claro, pero siempre hay matices, como con la cadena perpetua o la reinserción de los delincuentes. Suena mucho si un diputado insulta a otro, llama mucho la atención, pero realmente podríamos plantearnos si no convivimos diariamente con otros atentados más sutiles contra nuestra soberanía, sostenida sobre una clase profesional no siempre a la altura de esta vocación en el servicio público.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios