En esta sociedad nuestra que estúpidamente oculta a sus hijos lo esencial, conviene -la fecha lo propicia- sincerarse frente al insobornable espejo. Toda reflexión sobre lo que el hombre es, tropieza siempre con el escollo final de la muerte. Si repasamos nuestras certezas -cambiantes e inseguras-, la única que permanece inalterable, dolorosamente firme, es aquella que nos anuncia que la vida -al menos esa noción de vida que necesita de los sentidos y se encarna en la propia individualidad- habrá de cesar, que llegará un instante, del que no existe experiencia, en el que caerán las máscaras, nos atrapará una absoluta desnudez, reventará la lógica y nos encontraremos de nuevo solos.

Percibiéndolo, enseñó Platón que la filosofía es una meditación sobre la muerte. No, quizá, porque de ella podamos extraer conocimiento alguno, sino porque otorga, a partir de circunstancia tan igualadora, una mínima posibilidad de comprender la vida. Más allá del pánico que paraliza o del olvido que aturde y aplaza, su presencia nos acucia, nos enfrenta con la fugacidad de nuestra peripecia, nos demanda la búsqueda, para ese inexorable anochecer, de concretas respuestas. Al tiempo, paradójicamente nos singulariza: nadie morirá por nosotros; "al morir -señala Savater- cada cual es definitivamente él mismo y nadie más"; me ocurrirá a mí y, desde tal convicción, he de considerar el significado último del plazo que se me concede.

No hay fórmulas mágicas. En nada ayuda el miedo, ya que este instinto natural sirve para prevenir peligros evitables, pero resulta totalmente ineficaz ante los inevitables. En realidad, sentimos miedo a la muerte porque, necia e irracionalmente, no acabamos de admitir su "inevitabilidad".

Reconocida ésta, y superando el pánico de una razón que enloquece ante la espantosa perspectiva de "no vivir" o, incluso, de "no sentir" que se vive, únicamente consuela el transitar por los diferentes caminos de la trascendencia. Y aunque los destinos son diversos, todos parten de la misma premisa: a la muerte se la vence labrando una vida digna. Ya sea en la memoria de los demás, en la construcción de un mundo mejor o, sobre todo, en una auténtica vida más allá de la vida, solamente perviviremos si nuestra existencia no fue inútil.

Así, hora a hora, morimos nuestra vida o, si lo prefieren, vivimos nuestra muerte. Y al cabo el desenlace, desde el sosiego de una buena conciencia, no deja de ser irrelevante.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios