Desmontaje

La cuestión no es quién gobierna la Generalitat, sino en cómo se desmonta ideológicamente el nacionalismo catalán

El pasado 31 de enero, en una intervención en Bruselas, en el foro España en Europa, Vargas Llosa, tan lúcido y bien dispuesto siempre para combatir y denunciar el peligro del nacionalismo, manifestaba que éste, igual que se construía, se podía desmontar. Para ello, hay que contraponer a su ideario los argumentos convincentes que la razón y la historia atesoran. Estas palabras y la propuesta que conlleva podrían parecer obvias, sino fuera porque revelan, en el caso del conflicto catalán, una necesidad que, a estas alturas, continúa sin afrontarse. Y lo que es peor, sin ánimo de emprenderla. Durante décadas, por desidia o falta de voluntad, por oportunismo o comodidad, se han abandonado las armas dialécticas en manos de un adversario que se ha adueñado de cada posibilidad para expandir su ideario. Los sucesivos gobiernos de la nación y los partidos constitucionalistas se han replegado, unas veces por cansancio, otras por un mal entendido respeto en el reparto de competencias. Pero el secesionismo ha interpretado esa actitud ambigua como un abandono que les dejaba libertad plena para hacer y deshacer en un territorio considerado exclusivamente propio. Y así, mientras se enfocaban, como importantes, sólo las cuestiones de la alta política, en la batalla de las ideas, el nacionalismo, por abajo, ganaba, cautamente día a día, un mayor número de adeptos. Y esta voluntad de dominio por medio de las ideas, esta inmersión total en los sentimientos de amor-odio ha funcionado hasta el extremo de haber sido inoculada casi a la mitad de la población catalana, sin apenas resistencia. Porque la construcción de este imaginario independentista se ha realizado sin que se le oponga o se le desmonte con argumentos válidos desde adentro, desde las propias calles de Cataluña. Dándose la paradoja de que mientras se había conseguido que la idea de mantener al país unido fuese una opinión compartida en la mayor parte de España, se había desertado de discutir y convencer allí dónde más falta hacía.

Pero si grave es que la mitad de la población catalana se haya dejado seducir por el señuelo secesionista, aún lo es más el grado de abandono en que han vivido los que no querían dejar de sentirse españoles. Solitarios y silenciosos han estado hasta que las manifestaciones primaverales del otoño pasado los descubrió y permitió que aflorase a un primer plano su callada resistencia. Por tanto, la cuestión palpitante no reside en quién gobierne ahora en la Generalitat, sino en cómo se desembarca ideológicamente en Cataluña para proceder al desmontaje, como pedía Vargas Llosa, seguros y sin miedo, de las creencias nacionalistas.

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