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Vista aérea

Alejandro Ibañez Castro

Desamores de Córdoba

ESTA Córdoba nuestra, lejana y sola, no parece querer despegar, ni con cuatro aeropuertos que tuviera. En este puente de mayo hemos tenido afluencia masiva de visitantes, aunque a nuestros hoteleros se les antoje que "me duermen muy poco", pero su dinerito habrán ingresado y algo más a juzgar por lo visto. Se han dejado en la ciudad la piel a tiras debido a la nueva forma de fidelizar clientes que se han inventado los sacamantecas de las cruces, pues no se les ha ocurrido otra forma para que los curiosos que se acercaban a las disco-barras no se fueran que tratarlos como moscas y que se quedaran pegados literalmente al lugar. La fórmula, muy sencilla, denota una absoluta falta de higiene. Nada de limpiar las barras o el entorno inmediato. Así, te acercabas y los zapatos se te iban pegando al suelo y luego, mientras esperabas la tortillita, los brazos a la barra. Un éxito de público fiel, oiga. Y algo más que se han dejado nuestros adheridos fieles a las cruces de mayo, parte de sus tímpanos por aquello de los decibelios desbocados.

No podemos olvidar que estamos en una ciudad de desencuentros, por mucho que se intente lo contrario, que me consta que se está haciendo lo posible, eso sí, y como siempre en nuestra Cordobita, desde el exterior. Y aquí ayudando y haciendo los méritos posibles para poner palos en las ruedas. Y después otro evento memorable, la famosa cata de vino, y nada menos que esperan más de 70.000 visitas, una borrachera institucional programada, a modo de los viejos ritos báquicos, pero sin aquel glamour romano que, en cierto modo, escondía sus vergüenzas. Aquí no, al aire libre, y lo de menos es la promoción de nuestros caldos, fuertes y vigorosos como ellos solos, lo peor es que luego los miles de visitantes siguen de ronda por la ciudad, con sus catavinos en la mano y el consiguiente e inacabable ataque de exaltación de la amistad. Y todos aquellos foráneos que nos miran siguen pensando en el tópico: los cordobeses siempre medio ebrios, bebiendo por la calle y sin trabajar. La ciudad sigue invitando a venir (y visto lo visto, a irse).

¿Y qué hacemos por la noche para que los hoteleros se pongan contentos? Aquello de dormir y callar ya está muy antiguo. Una opción sería ir a llorar ante la estatua de Séneca allá en los llanos del Pretorio, pero parece que esto no da para mucho rato. Otra opción posible, ya que el tan anunciado y cacareado (y vendido por doquier) espectáculo de luces y sonidos de la Mezquita no pasa ni por el aprobado, sería irse a mirar la torre de la Catedral e imaginar que dentro hay un alminar casi completo. Se postula como lugar ideal la zona donde se proyectó aquella torre llamada el Ojo del Califa o algo así, y que cuatro senequitas se encargaron de su entierro. Y de espaldas al nuevo Ojo Oculto del Califa (debe ser por el color), como decía uno el otro día, volver a llorar otro poco por Córdoba. Ni para invertir se ha pensado en nuestra ciudad, calurosilla ella. Me imagino que dentro del nuevo hotel habrá aire acondicionado del bueno porque el famoso acero Cor-Ten debe ponerse para verlo cuando comencemos a instalarnos en torno a los 40º. Lo que no se sabe es qué haremos cuando nos toque en rojo el semáforo y esa plancha comience a reflejar calor.

Y otra penita pena que evoca aquello de "cuando un amigo se va, se queda un espacio vacío…" pero con cocinero huido y sustituido, por lo menos, por un aspirante a pinche. Va un restaurante cordobés que se estaba especializando, entre otros guisos tradicionales, en un arroz en caldero más que aceptable, y lo sustituye por una carta de verano que nadie ha solicitado en la que destacan un bacalao fresco más que poco hecho, muy crudo, con un pisto de lata a la que ni siquiera le quitaron la acidez de los conservantes y un flamenquín, largo, estrecho y duro como un pepino. La despedida fue apoteósica, con besos y abrazos, como para no volver nunca.

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