Palabras prestadas

Pablo García Casado

Derribo de sueños

CUANDO las excavadoras muerden las paredes, queda a la luz de los ojos un trozo de la vida privada. Se revelan los objetos personales, los juguetes de los niños, los cuadros que un día dieron color a la casa del campo. Todo convertido en escombro por orden judicial. La primera sensación, casi corporal, es la de pesadumbre: un gesto casi irracional. Derribar una casa significa también destruir un tótem, algo sagrado e íntimo.

Pero más allá del estupor ante la violencia del derribo, uno analiza la situación en toda su intensidad. Y reconoce y le satisface que la norma sea igual para todos y para todas. Y se congratula de que, al menos para algunos -no siempre los más poderosos- no hay atajos, ni leyes paralelas: y el que la hace la paga. Queda mucho por derribar porque la ley no se aplica ni con el mismo rigor ni con la misma rapidez. Pero desde luego, que entre una excavadora y reviente el salón comedor de una casa ilegal debe servir de señuelo para otros que viven en la misma situación.

Los afectados por el derribo de Obejo son víctimas de su propio sueño. Imaginaban una vida feliz, de libertad, de campo abierto. Han revivido durante años un estado de naturaleza semejante al de sus lejanos antepasados. Pusieron cuatro piedras en las lindes, levantaron pilastras y alambre de espino, y dijeron "este es mi reino". No había leyes en ese espacio, sólo la voluntad neolítica, la potestad omnímoda del pionero que planta sus reales.

Los de Obejo no eran los únicos. Fundaban su derecho en un estado de cosas, en una filosofía tan extendida entre miles de familias que pocos o casi nadie estaba dispuesto a oponerse. No había quien tuviera los arrestos de cortarles la luz y el suministro de agua, incluso se ha flirteado con ellos y se ha escuchado y comprendido sus peregrinas razones. Pero el ciudadano de a pie, el que tiene un pisito y no tiene tierra, ni parcela, ni nada por el estilo, se queda estupefacto cuando el municipio te impide colocar un toldo de distinto color al de tu vecino. Porque a ti te gusta el rojo y no el azul. Por eso muchos no hemos entendido esta distinta e histórica vara de medir el urbanismo. Por eso no nos acostumbramos a que se tenga mano de hierro con algunos y guante de terciopelo para otros.

No me alegro por la destrucción de esas viviendas de Obejo. Pero sí por el cumplimiento de lo que es justo. Querría que la fuerza de las excavadoras también se plantara en aquellas casas que amenazan la riqueza patrimonial de Medina Azahara. O que devolvieran a su estado primigenio esas joyas medioambientales, cercanas física y emocionalmente, sobre las que aún se cierne la amenaza de los especuladores. Sé las dificultades de quienes tienen que hacer efectiva la ley. Porque no se enfrentan solo a una serie de ciudadanos que construyeron de manera ilícita sus viviendas, sino a una cultura, a una manera de ver el mundo. Un ladrón sabe que robar es malo. Pero, ¿quién puede convencer a todas estas familias después de tantos años dorándoles la píldora y prometiéndoles el oro y el moro? Deben pasar más de dos generaciones para asumir ese cambio, aunque entonces quizá sea tarde y ya no habrá más monte que ocupar. El derribo de Obejo puede ser simbólico y ejemplarizante, pero debe ir acompañada de actuaciones decididas en esa línea que asuman, caiga quien caiga, las consecuencias. Y no es una cuestión de valentía; sólo y exclusivamente de hacer cumplir la ley.

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