Cuarentena

El miedo a la invasión se ha unido al miedo a la enfermedad y el contagio, y toda Europa es ahora mismo una isla asustada

En Palma, la ciudad isleña donde nací, hay una placita frente al mar que lleva el nombre de Parque de la Cuarentena. Allí había un chiringuito maravilloso donde se podían tomar botellines de Cruzcampo, una bebida muy difícil de conseguir en Mallorca. Pero lo que más me llamaba la atención era que allí había estado el lazareto donde los pasajeros que llegaban a Mallorca en épocas de epidemia -peste o cólera o fiebre amarilla- tenían que pasar cuarenta días antes de que se les permitiera entrar en la ciudad. De hecho, todas las ciudades portuarias tenían un lugar específico para la cuarentena -en Nueva York era Ellis Island-, porque se consideraba inevitable vigilar a los recién llegados. En la Edad Media, la peste negra llegó a Europa a través de una rata que viajaba en un barco procedente de Oriente Medio.

Supongo que eso explica la desconfianza que siempre hemos sentido los isleños frente a todo lo que venía de fuera. Y en especial temíamos dos clases de invasiones: las invasiones visibles de un ejército enemigo que venía a conquistarnos -o a desvalijarnos y a raptarnos para convertirnos en sus esclavos-, o las invasiones invisibles de los agentes patógenos que llegaban ocultos entre las mercancías y los pasajeros de un barco. Cualquier litoral isleño está lleno de torres vigía. Y los recuerdos atávicos se han formado con historias de barcos fantasmas y de viajeros indeseados que han traído la ruina a la isla. Por supuesto que estos miedos se han atenuado gracias al turismo y a los viajes por medio mundo. Pero esos mitos subsisten en el pozo fangoso donde se asienta la memoria colectiva. Y basta muy poco para que vuelvan a salir a la superficie.

Y eso es lo que ha ocurrido en la isla griega de Lesbos, donde 85.000 isleños tienen que convivir con 24.000 refugiados que se hacinan en varios campos de internamiento. Los mismos isleños que hace cinco años fueron a acoger con mantas y con comida a los refugiados sirios que llegaban a sus costas en una barcaza medio hundida, ahora patrullan las calles para evitar que se construyan más campos de refugiados y para exigir que esos refugiados abandonen cuanto antes la isla. El miedo a la invasión se ha unido al miedo a la enfermedad -la peste, el contagio, la cuarentena-, y el pánico se ha apoderado de los isleños. Y lo malo es que toda Europa es ahora mismo una isla asustada.

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