EL Gobierno ha acordado subir el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) un 3,5% en el año 2009. Los sindicatos han calificado la subida de insuficiente y raquítica. En que es insuficiente tienen razón, y en que es raquítica, más razón aún.

Va a ser el aumento del SMI más pequeño desde que Zapatero llegó al poder y, desde luego, aleja al Ejecutivo de su compromiso electoral con los cientos de miles de españoles ubicados en la parte más baja de la escala retributiva.

El Gobierno da un mal ejemplo desde el punto de vista social, sobre todo tras conocerse que en octubre acordó, más bien de tapadillo, recortar el IRPF (de un 43% a un 18%) a las rentas de capital de los banqueros y directivos bancarios, así como a sus familiares, procedentes de sus propias entidades. ¿Por qué a los empresarios de la banca y no a los demás empresarios? ¿Por qué el trato de favor a éstos y el maltrato a los asalariados mínimos? No hay respuesta.

La conjunción de estas dos noticias es uno de esos golpes que ayudan a que la crisis económica se transforme en crisis social y a que engorde la crispación. Pero no la crispación a menudo artificiosa y pasajera de la clase política que apenas implica al ciudadano, sino la crispación real y duradera de crecientes sectores de la sociedad, cuyo malestar ante las dificultades de la vida cotidiana se acentúa ante la impresión, cargada de datos, de que la austeridad y las restricciones no se aplican a todos por igual. (Incluso la misma idea de igualdad y tabla rasa rechina en un Gobierno que presume de progresista, porque tendría que tratar desigualmente a los desiguales, favoreciendo a los que cobran el SMI y perjudicando a los banqueros).

Caminamos en brazos de una recesión económica que Zapatero intenta combatir a medias con iniciativas cuya eficacia está por ver y con nuevas dosis de su optimismo desaforado cuya eficacia hasta ahora está vista: nula total. Y caminamos hacia la crispación social, que gana cada día nuevos adeptos involuntarios -no es que a la gente, en general, le guste cabrearse- y que se alimenta tanto de los problemas objetivos derivados del desempleo, las hipotecas o la falta de crédito como de la frustración de ver que los encargados de encontrar soluciones no consiguen dar con la tecla y, en cambio, parecen no sentirse interpelados por la desgracia colectiva. Siguen a lo suyo, haciendo las mismas cosas que antes, rodeados de una costosa parafernalia y gastando por encima de las posibilidades colectivas.

El amigo Rafael Padilla lo decía ayer: "La economía de un país es como la economía de una familia. Cuando disminuyen los ingresos lo primero que hace la familia es dejar de gastar dinero en tonterías". Haría falta que con la economía nacional en tenguerengue nadie siguiera gastando dinero en tonterías.

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