De paseo por Zaragoza, al dejar la Plaza del Pilar por San Juan, encaré los restos de las antiguas murallas de Cesar Augusta hasta dar con el Mercado. Una placa grandota recuerda poco antes de cruzar al mercado a Juan de Lanuza, decapitado por pelear al grito de contrafuero y un viva la libertad. Un contrafuero era una ilegalidad de las que importaban, y mucho. Un incumplimiento enorme de las normas esenciales que rigen los territorios y a las gentes que los pueblan. Como todo incumplimiento grande, más basado en la voluntad que en la razón, es más, sin razón, porque de tenerla, posiblemente no lo sería, el contrafuero era grave no solo por la entidad de la agresión a la norma, sino por su estúpida grosería. Con todo, el nombre dado al contrafuero es de una capacidad descriptiva contundente, deja claro lo que es y qué hay que hacer frente a él: no cabe en la ley y hay que combatirlo.

Vale, pues cerquita de la capital de la Corona de Aragón, en estos tiempos que nos tocan, el principado que fue (y ya no es) una parte de este reino, tiene unos dirigentes que lo conducen, como locos, a un punto de no retorno peligroso y sin sentido. Un perfecto contrafuero. La independencia de Cataluña sería contrafuero.

He escrito ya antes que no soy yo alguien que tema un referéndum para votar lo que sea. Referenda, bien, pero chapuzas las justas. A ver, gestionar la política representativa desde la consulta a los representados no es siempre democracia, sino dejación de responsabilidad política, porque compromete a los demás para que hagan el trabajo por el que solo el dirigente elegido debe ser juzgado en las elecciones. Admito, no obstante, que la decisión sobre la pregunta a plantear fuera de las cruciales, reservadas a los procesos constituyentes, pero esta consulta, pretendidamente soberana, no lo es. La base de su planteamiento, voluntad democrática, no está acreditada, ni se ampara en norma común alguna. Al revés, contraviene los fueros que tenemos hoy, que se llaman Constitución y Estatuto. El invento de la ley catalana para desconectar en cuarenta y ocho horas, voten los que voten, si hay uno más que dice adiós, cuando la mitad del cuerpo político no reconoce legitimidad al puñetero proceso, por encima de toda norma, es una locura y un disparate jurídico. Un contrafuero. Votan los suyos y ya está.

Lanuza, patriota de un Reino chiquito, se enfrentó a un gigante político que incumplió las reglas, avasallando por la fuerza, sin razón. Y perdió la cabeza, pero no la razón. El remedio que va quedando a esta sinrazón de ahora se antoja doloroso, pero casi inevitable. La solución está en la norma, si persisten en violentarla por la fuerza de los hechos: si los dirigentes insisten en este desafío, no pueden ser dirigentes. Para que no perdamos la cabeza, aunque tengamos la razón.

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