En Londres impresiona mucho, una vez que superas la grandeza de la ciudad y la magia de su atmósfera, el respeto reverencial que se percibe en cada esquina con cierta relevancia institucional o monumental, que son muchas, por los veteranos de las guerras que padecieron en primerísima persona. La participación del Reino Unido en las dos guerras mundiales y, claro está, la victoria en ambas han forjado el carácter con que asoma al mundo. Tienen conciencia de haber sido cruciales en la superación de esos conflictos para fundar bien un régimen occidental de libertades. En cambio, tengo la sensación de que colectivamente no somos del todo conscientes los que ahora pisamos Europa de los terribles conflictos que asolaron nuestro continente y, por extensión, el mundo entero, convertido en campo de batalla sangriento, durante gran parte de la primera mitad del siglo XX. Anteayer, en términos históricos.

Ya hace un siglo del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial y se ha celebrado en París la conmemoración del acontecimiento. El estallido de la guerra fue el colofón a una sucesión de escaramuzas ocasionales y serios enfrentamientos entre las potencias europeas que se disputaban la hegemonía política y económica de Europa, con tensiones territoriales y de poder colonial entonces. La respuesta precipitada y forzada ante una situación arriesgada y tensa que fue cerrando puertas a las soluciones pactadas, posiblemente dirigido y armado el contexto por gerifaltes ocultos y taimados que buscaron en el triunfo de la confrontación la satisfacción de sus intereses nacionalistas. Pareció no haber salida distinta.

El armisticio no puso fin lamentablemente a los excesos de las causas íntimas de la guerra. No al menos en los dos bandos, porque larvó peligrosamente la crueldad ideológica de un cabo austriaco, un tipo llamado a figurar en la historia desconocida de los mequetrefes que ascendió al primer puesto destacado en el podium de la infamia. Pero pudo haberse escrito la historia de otra forma más generosa porque tras la guerra que lo cambió todo los contendientes se rearmaron en experimentar un camino doble: el de la democracia y el de la cooperación. Los años inmediatamente posteriores a la guerra no fueron malos del todo: comprometidos en no repetir los errores instigados por los efluvios nacionalistas, recetaron reforzar o disponer democracias de corte liberal y mecanismos de cooperación internacional para diluir las posiciones dominantes. Pero tampoco fueron buenos del todo, porque la convicción no fue plena nunca: de nacionalismo hubo empacho antes, pero de democracia una dosis discreta y de cooperación, la mínima para no molestar. Y habría habido que. No hay dos escenarios iguales. También lo aprendimos. Pero cien años después, mejor largos de democracia y de integración.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios