NO estoy muy convencido de que la sociedad española tenga una noción muy clara de lo que ha pasado estos últimos días con respecto al caso Rubiales. Lo que se ha vendido como un triunfo del feminismo y la igualdad no ha sido en realidad más que una pérdida colectiva de papeles, una jauría humana que ha puesto en evidencia, una vez más, la tendencia a la sobreactuación y el linchamiento que se ha instalado en el corazón de nuestro debate público desde la irrupción de las redes sociales y el triunfo de los códigos morales woke importados de los campus norteamericanos. Los españoles haríamos bien en sacudirnos este colonialismo cultural y practicar el estoicismo social que caracterizó a los antiguos, bien para celebrar una final del mundo, bien para censurar un comportamiento tan impresentable como el de Luis Rubiales.
Lo primero que habría que preguntarse es cómo un individuo de modales tan groseros pudo llegar a representar al fútbol español. Quizás se deba a que, desde hace tiempo, ha triunfado en el país una suerte de populismo estilístico que desdeña las viejas convenciones de la urbanidad y que hace alarde de un aplebeyamiento de las maneras, la indumentaria y el léxico. Lo de Luis Rubiales puede ser resultado del machismo, pero también de la mala educación en el sentido más burgués de la palabra. Hay un arte de celebrar que se ha perdido completamente. Las liturgias del triunfo, especialmente las deportivas, hace tiempo que se han convertido en desaforadas muestras colectivas de lo chabacano. En este contexto, que un presidente de una federación termine agarrándose los genitales delante de la Reina o que besuquee a una subordinada entra dentro de lo lógico.
No seré yo el que desenfunde su pluma para defender a un arrimado al poder como Rubiales. Pero, como tantos, he sentido nauseas al ver su linchamiento en la plaza pública. Incluso, el primer medio que lanzó la fake de la dimisión de Rubiales ha llegado a difundir listas negras de los periodistas que no compartían su teología editorial. Lo peor ha sido ese hedor a sermón que lo ha ocupado todo; la actuación de los nuevos inquisidores, de los profesionales de la regañina y los profetas de la nueva masculinidad. Es indudable que el feminismo es la gran fuerza transformadora y (algunas veces) liberadora de este primer tercio del siglo XXI, pero debería tener un especial cuidado con esos femilistos/as que lo quieren convertir en un nuevo autoritarismo, en un escrutador de conciencias, en una insomne redactor de listas negras. La tentación liberticida es demasiado evidente.
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