La ciudad y los días

Capitanes de quince años

NO había hecho la comunión cuando mal leí Un capitán de quince años de Julio Verne. Debía ser invierno porque recuerdo pasar frío en el rellano de la escalera. Solo. Surcando los mares de África y Oceanía. Mientras mis amigos jugaban en la calle a creerse capitanes con los ojos desencajados, yo ya lo era con apenas cerrarlos. Esta misma semana juzgaron a una capitana de diecienueve que azuzó a otros rabos de lagartija para apalear y quemar vivo a un mendigo. Grababan la escena con sus móviles y la colgaban en youtube. La chica alegó estar nerviosa y falta de cariño. Pobre. Nadie la comprende. Esta misma semana capitanes de quince años vitoreaban en Madrid a un delincuente francés, hijo de emigrantes españoles, que golpeó a un policía en un campo de fútbol amparado en el anonimato cobarde de la muchedumbre. El presidente del equipo al que defiende a palos le ofreció su avión privado para llevarlo de la cárcel a Marsella. Como a un héroe. Esta misma semana el gudari más violento de la banda terrorista se orinó encima al ser detenido sin darle tiempo para empuñar el arma. Como un niño. Esta misma semana capitanes de siete años apedrearon a policías griegos para vengar la muerte de un joven de quince. Otros miles de capitanes adolescentes se unieron a la protesta por toda Europa. Con estacas. Y bengalas. Y piedras. Y pañuelos que le cubrían toda la cara menos los ojos desencajados. Y yo he vuelto a cerrar los míos. Para no verlos. Ni imaginarlos.

De pequeño quería parecerme a Nick Sand, el capitán de quince años. Él se sabía niño cuando enroló en el ballenero Pilgrim con la sola intención de aprender su oficio. Pero un infortunio durante la travesía de regreso le empujó a coger el timón y asumir prematuramente la responsabilidad del capitán. Nick creció por dentro el doble que por fuera. Por eso quería ser como él. Y cada noche pedía al destino que me brindase una oportunidad similar para transgredir las leyes de la biología y convertirme en adulto instantáneamente. Igual les ocurre a ellos. A los capitanes de quince años que matan indigentes o apalean a policías. Todos se creen adultos. Y todos se mean en los pantalones.

Uno de cada tres jóvenes apoya la pena de muerte. Decía Jean Cocteau que la juventud sabe lo que no quiere antes de saber lo que quiere. Ya ni eso. Los jóvenes no se manifiestan en masa contra la crisis globalizada, ni contra la falta de oportunidades, ni siquiera contra procesos tan aberrantes como Bolonia. La tasa de paro juvenil en Andalucía es la mayor de toda Europa. Mayor que en Grecia. Que en Portugal. Que en Irlanda. Los jóvenes no se manifiestan en masa ni a favor ni en contra de nada porque sencillamente ya no son masa. Apenas una papilla grumosa de individuos aislados a los que solo la animalidad de la violencia metaboliza en manada. Cuidado. Les une la irracionalidad. El instinto de conservación como clase. Ya no se mezclan con mayores porque sienten que lo son. Y hacen como ellos. Hacen lo que ven. Matan. Golpean. Queman. Y conducen sus barcos a la deriva. Como capitanes de quince años.

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