Canadá

Muchos de los presos que salieron de los campos en las marchas de la muerte nunca llegaron a su destino

Con años de retraso leemos la voluminosa novela de Jonathan Littell en la que el autor franco-estadounidense se metió en la cabeza de un nazi imaginario para recrear, con fidelidad no exenta de enojosas licencias, el genocidio de los judíos europeos. No es este el lugar para tratar de la controversia suscitada por Las benévolas, en la que intervinieron escritores como Binet o el cineasta Lanzmann, pero con reservas que no vienen al caso debemos reconocer que se trata de una narración absorbente, dolorosamente verosímil cuando aborda los métodos seguidos por los ejecutores en las distintas etapas de la solución final. Entre tantas como se graban en la memoria, destacaríamos una escena que transcurre en los días previos a la liberación de Auschwitz, cuando ante el veloz avance del ejército soviético el caos se desata en los campos, que han apurado el margen del que disponían -uno de los crematorios funciona hasta el último momento- y no logran destruir del todo las pruebas de sus crímenes. Llega por fin la orden de evacuación y el oficial de las SS que protagoniza la novela es comisionado para salvaguardar las vidas de los presos que aún tengan fuerzas para trabajar, una medida desesperada porque los bombardeos han cortado las comunicaciones y llevado a la casi completa paralización de la industria alemana. Muchos de los que salieron de los campos en las denominadas marchas de la muerte, con los rusos a escasos kilómetros, nunca llegaron a su destino. El oficial intenta, no compadecido sino por estricto cálculo, que se les entregue ropa de abrigo o por lo menos calzado, para que sobreviva el mayor número posible. Quedan toneladas en el almacén -que llaman el Canadá, imagen de la abundancia en aquel miserable inframundo- donde los victimarios guardaban el producto del expolio, pero sus interlocutores le dicen al jerarca que se trata de bienes propiedad del Reich y que no pueden ser entregados -es decir devueltos- a los judíos bajo ningún concepto. Estos caminan sobre la nieve sin zapatos, apenas cubiertos por harapos o mantas mojadas. Los que se detienen, exhaustos o demasiado débiles para mantenerse en pie, son inmediatamente ejecutados y un reguero de cadáveres siembra el camino de la penosísima comitiva, cada vez más menguada. A lo lejos se divisa el resplandor de un vasto incendio, procedente del lugar donde se hallaba el almacén que ya no aprovechará a nadie. Este último gesto de crueldad gratuita no deja de ser anecdótico, dada la magnitud del horror precedente, pero define a la perfección la mezcla de rigidez burocrática y brutalidad inhumana que caracterizó a los responsables del exterminio.

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