En tránsito
Eduardo Jordá
Vivienda
Fuera de cobertura
EL mundo se comprime en un tramo de avenida. El que recorre, por ejemplo, del inicio de Carlos III, partiendo desde Chinales, al punto que señala -en el desvío al Cairo- su mitad. Los carriles centrales -semáforos como única barrera- confían en las reglas del circuito de Fórmula 1 de Montecarlo, y se entregan al acelerador como si adelantarse a su destino sumara puntos para un edredón. Sin embargo, reparar en los carriles secundarios es llorar hasta el diluvio: quienes se incorporan desde los centrales suelen respetar -con excepciones- las mismas normas, acelerador y punto fijo al frente, sin imaginar el cruce de un peatón.
Y esos coches quemando sus neumáticos, ¿dónde aparcan? Existen plazas, claro, pero ante su insuficiencia se ocupa sin reparo el lado contrario, reservado al carril bici y desdibujado no por el uso natural y prefijado, sino por los automóviles que -desde Agrupación Córdoba- lo interpretan como zona para estacionar, subrayada con otro tono para facilitarles la maniobra. Fagocitada la vía para ciclistas, muchos de ellos -prefiriendo, con buen tino, el obstáculo humano al atropello por la máquina- pasan a la acera. El autobús se detiene donde y cuando le dejan; los trayectos se amplían innecesariamente ante la doble fila de coches, furgonetas, carrozas de la cabalgata de Reyes Magos si me apuran, y tras la espera y la llamada al orden al conductor, y sus resoples e insultos y argumentos para reinstalarse en la improvisada plaza en cuanto el 2 ó el 6 circulen, el transporte público continúa ejerciendo su labor.
Los estudios sociológicos demuestran cómo un extracto minúsculo de la población coincide luego con el perfil mayoritario de la misma. Nunca falla: la situación se prolonga en toda la avenida, en el barrio, en Córdoba. Construyan una vía recta, de cierta longitud: Sagunto, Ollerías, no olviden los atropellos hace dos años, hace dos meses. Los peatones soportamos humo, ruido de cláxones, mala actitud de quienes por situarse al volante creen que el aire libre es suyo: pan nuestro, y duro, de cada día. Porque Antonio Machado exhibía toda la razón cuando cantaba que el camino se hace al andar -y no al tocar el pito a un peatón que cruza con toda la parsimonia a la que tiene derecho-, exhibe no narices de quirófano, sino apéndices de Cyrano o Pinocho, que haya quien hoy se atreva a descalificar a un caminante por no cruzar a la velocidad de la luz del amigo conductor, quien considere que el buen peatón es el que se desloma en la calzada; como si las ciudades se diseñaran para las ruedas y no para los pasos, como si las calles no fuesen primero para quien la camina, antes que para quien las contamina.
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