Belmonte

Josefina Carabias rindió doble homenaje al bravo matador y a quien inmortalizó su rastro en la literatura

No había vez que paseáramos por las Sierpes, donde buscaba con particular ahínco el encontronazo con los forasteros -vamos, Pepa, era su frase preferida para sugerirles a las visitantes que no se formaran corros-, sin que padre no pronunciara uno por uno el nombre de todos los cafés que ya no estaban. Tenía ya la cabeza un poco perezosa y su interés o su prioridad, como decimos, se concentraba en abroncar a los turistas, pero a veces -y trataba uno de animarlo, no sólo por distraerlo de la refriega- se abandonaba al recuerdo con vacilante pero dulcísima nostalgia. Muchos de los episodios recurrentes se remontaban a la primera adolescencia, por ejemplo cuando el abuelo, con aquel respeto reverencial que las gentes del pueblo sentían hacia los poetas, le señaló la presencia enlutada de don Manuel Machado, tal vez durante una de las postreras visitas a la ciudad del hijo de Demófilo, viudo de hermano, en aquellos tristísimos años. Pero cuando pasábamos por la esquina donde estuvo Los Corales, del que otro poeta, nuestro José Daniel M. Serrallé, cuenta que tenía a la vera un establecimiento con aseos y vestuarios, para atender las necesidades de los paisanos que aún venían del campo a la capital para hacer los mandados y cerrar los tratos, llegaba el momento de rendir homenaje a Belmonte, de quien lo primero que decía padre era que no se merecía ese hombre admirable la horrible estatua -en vista de lo que ha venido después, nos parece hasta bonita- que le erigieron en el Altozano, demasiado conceptual para su gusto nada moderno. Junto al autor del Ars moriendi y otros altos nombres del tiempo viejo, que de hecho ya lo era cuando padre era muchacho, el Pasmo estaba en el corazón de su mitología sentimental, y de nuevo el abuelo, junto a quien el adolescente lo había visto muchas veces en el que fuera su bar predilecto, pues aquel tenía allí también parroquia, lo acompañaba en sus añoranzas rituales. Releyendo la hermosa estampa que Josefina Carabias publicó como epílogo al célebre libro de Chaves, doble homenaje al bravo matador de Triana y a quien inmortalizó su rastro en la literatura, donde su fiel discípula de la anteguerra dejó una clara evocación, repleta de momentos memorables, de "aquellos dos hombres", se nos vienen a la cabeza no la soberbia de los ministros ignorantes, sino todas esas historias que eran y son genuina cultura popular. Nadie se atrevía a importunar al maestro, ensimismado en sus ensoñaciones. Quién sabe por qué hizo lo que hizo Juan, la última tarde en Gómez Cardeña. Cómo el Gallo, su entrañable amigo, no superó nunca la marcha de Pastora. Pobre Rafael, qué grande era.

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