LA poesía puede estar en El jersey rojo que, como la llama, prende el recuerdo de las primeras caricias, tendido sobre una vieja silla, destartalada de la pensión de segunda que se abre quizá tras el dintel medieval, venido a menos en una calle de Judería; puede estar asimismo en una interpretación de las dos Españas de Machado que nutrió la memoria de la desmemoria de aquella abuela a la que el joven poeta adora aún después de la muerte, aquella a la que escuchaba con veneración.

También la prosa puede fundir en un golpe de inspiración la plaza de Santa Marina y su tragedia con los azules de Cádiz sobre los pies descalzos de Fernando Quiñones mirando a la Caleta, a través de la última suite de Manolete. El regreso a la Córdoba de la sangre y el mito que ha cumplido el requisito para ser reconocido como tal: la muerte.

Joaquín vuelve a los paisajes de esta ciudad, tras viajar por América y ahondar en el Gran Felton, para reencontrarse con la poesía que puede estar, ahora, en la avenida de Las Ollerías, la del viejo colegio de curas que vivió las primeras bombas del 34, la de las bolsas de aceitunas Torrent compradas por pesetas en los recreos, la de las campanas a misa de 12:00.

Poemas de la infancia, eterna referencia; la de la adolescencia y la del recuerdo. La poesía que sigue estando y creciéndose cuando las telas de araña de los metros madrileños nos son familiares, la que está cuando las puertas de embarque de los aeropuertos europeos o sudamericanos ya no nos son ajenos es más de agradecer y ¡qué decir si es Córdoba el objeto eterno! Cualquier rincón de Córdoba; siempre en Córdoba.

Otra vez Bartleby, comenta la gran voz de Roberto Loya cuando la nostalgia le invade y se entrega a la poesía. Otra vez Córdoba, diríamos en el caso de Joaquín. Córdoba y toda su historia, reciente o ancestral; otra vez una lluvia de versos que nunca deja de inspirar y de generar poetas. No importa que corran malos tiempos para la lírica.

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