La piscina circular es la estrella de las termas. Me cuenta Maribel, labañera, didáctica y enamorada de su oficio, que la construcción cupular romana que la alberga como un cálido vientre materno tiene un diámetro de tambor con respecto al óculo que coincide -a escala- con las hechuras del domo del Panteón de Agripa. De hecho, me cuenta Maribel, la gran tina de aguas benéficas y naturalmente templadas en la que deambulo como un koala acuático tuvo como usuario al emperador Adriano, romano emeritense nacido en Itálica. Y que la construcción del panteón ("casa de todos los dioses") de la capital italiana tuvo mucho más que ver con el emperador Adriano que con Agripa. Al César lo que es del César, alcónsul lo que es del cónsul.

Las termas como reductos para la relajación, el silencio y el alimento físico y emocional eran destino periódico de familias y amigos, de personas que hallaban placer en la soledad, e incluso de legionarios de vuelta de las campañas exteriores del Imperio. Con el tiempo, las cualidades curativas o aliviadoras de "ir a tomar las aguas" hicieron de los balnearios sitios del gusto de parejas de clase media en los 50 y 60, y de ahí, a lugar de peregrinación de personas mayores, de la mano del Imserso o con su propio bolsillo, si les da. El lugar que me alberga no tiene mucho que ver con los hoteles termales de películas como Ojos negros, de Nikita Mikhailov, con un Mastroianni de pillo maduro de suma elegancia (o sea, de él mismo). O con el establecimiento alpino y exclusivo en el que Harvey Keitel y Michael Caine departían sobre lo divino y lo humano que declina, en La juventud de Sorrentino.

Más cine, por favor. En mis termas de ocasión tampoco había ningún Lawrence Olivier (Craso) preguntando a ningún esplendente Tony Curtis (Antonino) si prefería las ostras o los caracoles: quizá en la versión de Espartaco que usted haya visto esta escena estaba censurada. Mi contexto era otro. Los bañistas componían una población demográficamente representativa: una docena de señoras, viudas, sin duda, en su mayor parte; tres hombres resistentes. Si ponderamos el dato con la edad -todos mayores de setenta-, yo debía mover a cierta curiosidad. Entablé alguna fugaz comunicación con las señoras; francas, alegres, con ese delicioso descaro que da la edad. Pero sobre todo recuerdo a una pareja, dos bien viejos y con buen aspecto, que no pararon de hablarse al oído, hacerse bromas de aire picante, y de reírse al compás. Gracias de nuevo, Roma. Gracias por estos ramos de afecto en aguas nuevas que brotan de sus madres más profundas.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios