1918

Desde la perspectiva europea, el final fue un prolegómeno, la posguerra sería una anteguerra

En pocos días se cumplirán cien años del armisticio que detuvo la mayor carnicería -a una escala jamás hasta entonces vista, aunque sería pronto superada- de la historia de la humanidad, tanto en un sentido puramente cuantitativo como en lo que se refiere al carácter novedoso de un horror que resultaba de la aplicación de la cadena industrial a unas armas más mortíferas que nunca, especialmente los cañones y las ametralladoras que cambiaron por completo el modo en que se enfrentaban, ahora a ciegas y desde posiciones estáticas, los enormes ejércitos en liza. La imagen que da título al famoso libro de Jünger, Tempestades de acero, puede resultar excesivamente lírica para describir lo que ocurría en las áreas barridas por la artillería, pero es a la vez muy precisa aunque no recoja el fango, los vómitos, el hedor de la descomposición y el amasijo de podredumbre que caracterizaba el dantesco inframundo de las trincheras. Parece que habrá un solemne homenaje franco-alemán en el bosque de Compiègne, donde se instaló el célebre vagón, más tarde recuperado por el antiguo cabo para humillar a la Francia sometida, en el que claudicaron los enviados del Imperio, dos días después de la abdicación del Kaiser. Hemos vuelto a ver las escenas de las multitudes que celebraban en las calles el final de las hostilidades y se nota, pese a la expresión de tremendo alivio, que el mundo ya no era el mismo que cuatro años atrás, cuando los voluntarios partían enfervorizados sin sospechar, ni ellos ni los que los despedían, el infierno que les esperaba. Millones de muertos y mutilados después -impresionan los solitarios monolitos de los pueblos o casi aldeas de Francia, de no más de cuarenta casas, donde los nombre de los caídos se cuentan por decenas- algo se había quebrado en la conciencia europea y de ahí quizá que el periodo de entreguerras, aunque famosamente alocado, transmita también una profunda melancolía. En noviembre de 1918 se continuaba, por lo demás, combatiendo en Rusia y acababa de estallar, en Alemania, la efímera revuelta espartaquista. Desde la perspectiva continental, algunos historiadores han hablado de una larga contienda civil -una nueva guerra de los treinta años- que comprendería, desde el magnicidio de Sarajevo hasta el hundimiento de Berlín, las dos grandes conflagraciones, de modo que el armisticio ahora conmemorado señalaría apenas un interludio. El final fue un prolegómeno, la posguerra sería una anteguerra. Muchas cosas han cambiado, pero se extiende la sensación de que seguimos siendo hijos de aquella época y de que sus debates, lejos de estar superados, no han dejado de concernirnos.

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