El Otro

Lo cierto es que lo autóctono, que lo identitario, vuelve a verse como solución y no como problema

Chastel, en su Renacimiento italiano, hace una sutil apreciación que acaso hemos olvidado: fue una Italia fragmentada estados, y amenazada por la sombra de la Sublime Puerta (Mehmet II había batido ya las murallas de Constantinopla, gracias a la atroz cañonería de Urban, un ingeniero húngaro), fueron esa descomposición y esa amenaza, repito, las que indujeron al hombre del siglo XV a soñar una cultura y un individuo universales; vale decir, a idear el humanismo como necesidad concreta, frente a la numerosa y cambiante hostilidad del mundo. Fue, por tanto, la conciencia del Otro, un otro que podía ser Venecia, Ferrara, Nápoles o la Guardia Varega del Sultán, la que urgió a los italianos a encontrar en la Antiguëdad un modelo, una idea, un vínculo transnacional, donde el hombre no fuera hijo del paisaje, sino dueño de su inteligencia.

Este universalismo muere, como sabemos, con los amenes de la Ilustración. El ternurismo de Rousseau y la historia de los pueblos de Herder no harán sino profundizar la huella de lo sentimental, la brecha de lo particular, en la que aún nos hallamos. Al final de su Marcha Radetzky, Joseph Roth resume vivamente el drama del imperio austro-húngaro y el modo en que aquel inmenso mecano se disgrega en una miríada de naciones. Llegada la hora del combate, los oficiales marchan a luchar, no por el viejo emperador Francisco José, cuyo retrato aún cuelga en todos los salones del imperio, sino en nombre de sus pequeños reinos, que ahora alzan sus grímpolas y gallardetes en los Balcanes. De aquel recrudecimiento de lo vernáculo, y muerto ya el mundo que alentó a Voltaire, se derivaron los dos conflictos más pavorosos que ha conocido la Humanidad (término, por cierto, Humanidad, netamente ilustrado, y que opera contra esa visión particular y en taracea de la existencia). De aquella tardía efusión romántica, entrados ya en el XX, se derivaría una idea de Europa -Europa como salvación y como antídoto- que hoy ha entrado en crisis y que se desliza hacia la vieja Europa carolingia.

Lo cierto, en cualquier caso, es que lo autóctono, que lo identitario, vuelve a verse como solución y no como problema. Y es difícil calibrar el alcance de este nuevo giro autófago de la Historia, a cuya evolución asistimos, no sin desconcierto. Aun así, es fácil distinguir las fuerzas que lo mueven. Es fácil distinguir el gesto de avaricia y el tremolar del miedo -el miedo secular al Otro- en esta pequeñez que nos asola.

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