El insurrecto

Arqueología de lo intangible

MI abuela Rosario era jornalera. Mi abuela Angelita, modista. La una casi atea. La otra, católica. Diferentes como la noche y el día. Pero las dos hacían sábado. Como mi madre. Brillara el sol o lloviera a mares, las dos abrían las ventanas, los balcones, las puertas. Las dos ponían la casa patas arriba. Y las dos desnudaban las tripas de su hogar a los ojos de la gente. Cualquiera que pasara por la calle sabía el color de las sábanas, del suelo, de las sillas, de los muebles de la cocina. ¿Por qué limpiar así incluso cuando la humedad del ambiente lo desaconsejaba? ¿Por qué precisamente un sábado, un día normal para la mujer enclaustrada de entonces? ¿Por qué fregaban el suelo de rodillas si el resto de la semana lo hacían con la fregona?

Los judíos no pueden realizar actividad alguna durante el sabbat. Desde el ocaso del viernes al ocaso del sábado. No trabajan fuera ni dentro de casa. No pueden cocinar. Ni encender fuego siquiera. Un amigo musulmán de Tetuán me contaba que de pequeño lo llamaba su vecina judía para prender la llama del caldero cuando se apagaba en sábado. Los sefardíes suelen cocinar adafina el viernes para mantenerla en el fuego y comerla al día siguiente. Una especie de cocido con carne de cordero y sin pringá. Esa que comemos aparte con las manos. Apenas si viven judíos en Tetuán. Casi ninguno en la judería de Córdoba. Es normal que así sea. Al menos en la ciudad hipócrita de la tolerancia con los propios y rechazo de los ajenos. Durante nuestra historia más reciente, parecer judío o morisco implicaba su inmediato procesamiento inquisitorial. Expropiación, destierro, cárcel o muerte. Moro o marrano todavía se utilizan como insultos socialmente aceptados. Para muchos la mejor manera de salvar su negocio consistió en acusar a la competencia de herejía. Eso explica que nuestro pueblo se haya pasado media historia ocultando lo que era o exteriorizando a lo bestia lo que no era. Casi nadie celebra en Cantabria su onomástica porque no necesitan evidenciar su cristianismo. En Andalucía, por el contrario, los pueblos pasean a sus vírgenes y santos con una ostentación desmesurada. Tampoco se consume cerdo en el norte con la voracidad de algunas localidades del sur peninsular, especialmente donde se refugió la población morisca: Alpujarra, Serranía de Huelva, de Ronda o Axarquía de Málaga.

Son infinitas las señas de identidad colectivas que se han mantenido clandestinamente desde la ignorancia. Y otras tantas las que se conservan para su negación. Como hacer sábado. Las mujeres que limpiaban públicamente su casa como esclavas, se estaban defendiendo de una posible acusación de herejía. Lo mismo hacían los hombres que tomaban vino en la taberna y comían la tapa de cerdo que cubría el vaso. En Córdoba no existe costumbre de tapa gratuita porque la represión inquisitorial llegó casi cuatro siglos después de su conquista. Ahora soy yo quien no hace sábado. Ni mis hermanas. Estamos expoliando la arqueología de lo intangible. Quizá para bien si conservamos sus huellas y su razón de ser en nuestra conciencia.

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