Nos prohibieron viajar. Entre otras muchas cosas, dejamos de viajar, de alternar, renunciamos al copeteo navideño, a las reuniones multitudinarias, no tuvimos encuentros familiares ni besos ni abrazos, no hubo visitas a enfermos ni a recién nacidos, ni momentos con nuestra gente importante. Se pausó. Y así, de lo más frívolo a lo más esencial se suspendió casi todo. Anulado o pospuesto, por responsabilidad individual o contundencia fluctuante de gestores públicos; de lo banal a lo primordial, mucho en suspenso.

Los puertos, los aeropuertos y las estaciones murieron, cuanto menos, languidecieron. A los de aquí, nos alejaron la nieve y el mar, a los del norte el sur y a los del sur, el norte. Los escenarios cambiaron, los ritmos se ralentizaron. Aun así, convivíamos con pinceladas de antaño y se colaban recuerdos de antes, grandes letreros de neón aun vivían y se encendían. Marquesinas publicitarias de servicios y productos que no eran esenciales decoraban aún calles y fachadas, vallas publicitarias con servicios prescindibles se erguían todavía en atrezzo de pueblos y ciudades. Carteles de mucho de lo que se evidenció accesorio, se mantenía como utilería de las escenas de nuestros días, tan distintos entonces. Todo aquello seguía allí, pero nuestra mirada era ya otra.

Por muy necesitados de frivolidad que anduviésemos, la realidad impuso otros pasajes, aun así, empáticos y solidarios con aquellos que publicitaban y ofrecían productos que dejaron de ser prioridad.

En la estación, puestos de souvenir con souvenirs ya decolorados, espacios y locales vacíos convivían con grandes pilares que aun sin neón, los vestían dos enormes anuncios, símbolos de nuestra nueva sociedad. Unicef y Médicos sin fronteras ocupaban aquellos muros, siendo ahora pilar de mucho. No eran actuales, llevaban mucho tiempo allí, pero nuestro nuevo iris, los percibía ahora con otra mirada. Nueva templanza para observar mensajes de antes que ahora nos decían otras cosas. Unas manos blancas y grandes sostenían un pequeño frasco, un recipiente minúsculo de cristal, sí, una vacuna y decía, a grandes problemas, pequeñas soluciones. En el otro, un niño pequeño negro y guapo con los ojos cerrados muy apretados, con gesto de miedo junto a un texto, hay algo que da más miedo que una vacuna, no tenerlas. Y tras ello se instaba a enviar VACUNAR a un número. Curioso, ahora toda la esperanza -para todos- era un frasco así, todos éramos aquel niño negro y todos sentimos ese miedo y el otro peor.

Ya estaban ahí, no deparamos en ellos, pero ahora veíamos algunas cosas que nos fueron invisibles. Y es que nuevamente, el juego entre la tercera y la primera persona del plural fue determinante para aprender a mirar.

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