Reconozco que este artículo es una provocación. Yo hablo siempre en andaluz, pero nunca he escrito en andaluz, porque, hasta donde sabía, no se escribe. Lo que nos distingue en ese aspecto es cómo lo decimos, a veces, cómo lo construimos para comunicar, pero hasta ahora no me planteé que podría leerse distinto. Así que para decir lo mismo que vengo diciendo años, esta vez, he decidido probar suerte: quizás si le cambio el envoltorio, importe más lo que se dice y, quizás al construirlo distinto, lo comunico mejor. Por raro.

Lo que quiero señalar expresamente es que no tengo ni la más remota idea de si tenemos o no una identidad andaluza que nos defina. Y sinceramente, a esta altura de la película, ni me importa. Conozco, como todo el mundo, a muchas personas en la geografía andaluza y por el hecho de ser andaluz no comparto con ellas una simbiosis perfecta que me lleve a reconocerlos como propios. A veces ocurre y a veces no. La tengo cuando individualmente coincido con sus formas de ser o de pensar, cuando me descubro compañero en la búsqueda de querer estar mejor. Si esa voluntad sumada, individuo a individuo, es favorable y consistente puedo empezar a reconocer una identidad compartida, pero más basada en el presente (y, sobre todo, en la ambición de futuro) que en el regodeo de una tensión histórica común. Esa pulsión de la historia existe, no lo niego, y conforma como pueblo, muy probablemente, pero mi patriotismo, hacia cualquier patria (ya la vendan como patria grande o matria chica) no se asienta ni en la historia ni en las fronteras, sino en el juego de mis derechos y mis obligaciones: qué tengo que hacer para estar bien y cómo se me protege en eso.

Sé que los países son un invento. Muy elaborado, pero un invento. Son construcciones generadas por el reconocimiento de una historia más o menos común y su evolución sobre un territorio concreto, en ocasiones jalonado además con la peligrosa pertenencia a un mismo grupo étnico, o, como mínimo, a grupos étnicos asimilables. Si los países reconocidos son un invento, figúrese entonces lo que me parecen las invenciones sucesivas, de los países que no son país, de las lenguas que no son idiomas. ¿Dónde queda mi identidad si me veo más yo tomando una Sagres en Praia da Ribeira que una Cruzcampo en Sanlúcar, por poner? ¿Acaso soy menos andaluz entonces, aunque piense para mis adentros, hable con los míos y sienta para fuera de la misma manera que lo haría en la plaza de la Corredera?

Mi identidad, que es mía, es coincidente con la andaluza porque yo quiero. Soy un andaluz vivo muy andaluz por casualidad y suerte. Y quiero que el continente sirva al contenido, fabricar una ambición legítima: estar mejor. De la rabia, y el lamento y el quejío, tan identitarios, a la idea, al esfuerzo y la esperanza, tan revolucionarios. A vivir, envuelto en mi bandera, sin que me haga falta echarla de menos. Y entonces me funciona.

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