Muy distinto sabe, muy distinto. Y se le escapó una sonrisa. Nada que ver el tuna sandwich con los tres bocatas de jamón de su madre. Ya había pasado un año. Volando. Pero el vuelo había sido levantado a durísimas penas, con alas de plomo. Lucía (hoy, pelo seco, vaqueros, blusa estampada, chupa de cuero de segunda mano, deportivas negras que parecen botines pero son zapatillas y cara cansada, aunque un poquito risueña) está hasta el mismo moño. El autobús que la lleva tiene algunos sitios libres, pero ha preferido quedarse de pie, al final, aguantado la mochila vintage en sus pies. Estos tíos se han vuelto locos desde que el año pasado decidieron marcharse. Concentra la vista en el rastro de la lluvia en el asfalto que deja atrás el autobús y recuerda que fue a Paco, el basurilla murciano del pub, a quien un armario ropero abierto le propinó un puñetazo sin venir a cuento cuando estaba sentado en un autobús que iba a no sé qué pueblo un domingo por la tarde de descanso. Paco hablaba español con un rumano que pasó una temporada en Alicante. A mano abierta, y casi sin entenderse. Tiene cojones.

Ya quedaría poco para llegar. Y luego dos horitas largas, otras dos de carretera y en casa. Tres días. Enteros. Tres días de sol, aunque fueran a caer chuzos de punta y tuviera que llevar bufanda. Tres días de comer caliente un guisito sin galopear, tres días de alegría en la calle, tres días de ver a la gente. Y tres días de mamá…!mamá! ¡Cómo lloraba el año pasado! No la había avisado; sorpresa. Las cosas no habían salido como esperaban, pero -con todo- iban bien. El trabajo en el pub es jodido, porque son muchas horas, pero estaba asegurada todo el tiempo y las que echaba de más se las pagaban religiosamente. No sabía cómo, pero se había apañado en los ratos que le quedaban para conseguir un par de entrevistas de lo suyo. La primera fue muy pronto y su inglés no había querido llegar bien todavía. La otra salió mejor, pero no la cogieron. A la vuelta le esperaba una tercera. Se lo contaría a su madre, porque esta vez sí. Seguro. Lo notaba.

Después, abajo, la madre apañaba la cocina. No preparaba nada. Experta ya en hablar con Lucía a unas horas rarísimas por la pantalla del ordenador, estaba inquieta. Dos días sin saber nada de la niña. Será que tiene mucha faena en el bar ése. Mira tú que marcharse para eso; total, para no trabajar en lo suyo. La radio, erre que erre, con lo del deportista de la infanta y el ministro del banco: que no entran. Y con los premios que dan a los andaluces buenos y lo mucho que valemos. Se paró en seco. Miró a la radio con rabia y con vergüenza: marditasealahora. ¡Anda, Lucía, vuelve, hija mía!, suspiró. Puso una cafetera, cargada hasta arriba del todo.

Y, entonces, sonó el timbre de la puerta.

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