Tengo que poner la foto en otro sitio, que se vea más... -se dijo-, con la mirada perdida al fondo del saloncito. Y no hay más -se insistía. Y no hay más...- se concedió para reforzar la afirmación que negaba. El temblor tímido de su barbilla la devolvió a una realidad que esquivaba cada vez que podía: temblaba porque se le humedecían los ojos, se le humedecían porque comenzaba a llorar.

La lluvia. Perenne. Como casi siempre. Golpeando con media fuerza el cristal de la ventana, el poyete gris de blanco inglés, con ese tintineo repetitivo, persistente, tan común y tan cercano, que tanto la alejaba. ¡Ay! Un suspiro y a levantarse del sofá. Se secó la cara mojada y en tres pasos mal contados dejó atrás el salón y la puerta de la mínima cocina para apuntar al pasillo de dos zancadas que la llevaba a su cuarto.

Al fondo, se sorprendió mirando su figura en el espejo de Ikea que habían colocado anteayer. Sean insistió muchísimo en comprarlo. Decía, y tenía razón, que agrandaría la casa y le daría más luz. Lo de agrandarla, bueno, podía ser verdad; lo de más luz, ni con trucos de magia. "¡Más luz!", sonrío un poco. "¡Sean no sabe lo que dice! Luz, lo que es luz, solo se ve allí...¡Éste no ha visto la luz!". Hoy tardaría un poco más. Y ella, que lo sabía, iba a preparar una buena cena. Dos años largos ya y todavía no se acostumbraba a los horarios...cenar a las 6 y media o, como mucho, a las siete. De chica, cuando su madre le ponía un bocata a esa hora, con el sol dando candela todavía, le molestaba que le dijera "pero que sepas que ya no cenas, que esto es merienda-cena" y su madre se reía y ella refunfuñaba...

"Ya se nota. Yo me lo noto". Pero, la verdad, ni la sombra un poco más ancha. "Pues se nota". En el espejo, su imagen, la misma: calcetines gordos de andar en casa, vaqueros anchos y viejos, sudadera gris clara, desmaquillada la cara limpia y el pelo moreno recogido con una coleta media, cómoda, después de cambiarse en cuanto llegó a las cinco y media. La falda azul marino, la blusa blanca y la chaqueta a juego a los pies de la cama, junto a la tablet que la acompaña a diario en el departamento de Recursos Humanos donde trabajaba desde hacía un año. "Te lo dije, mamá, esta vez era que sí". Se tocó la barriga y sonrió. "Las cosas van a salir y, ahora, con más motivo".

"¿Qui-ee-res un pou-cou, Lu-ssí-a?", le preguntó Sean, abriendo el vino que había colocado en la mesa. Mientras, ella contestó que no, que hoy no, Sean vio el chupete junto al pan y se volvió hacia la puerta cuando Lucía entraba. Y ella, sin saber por qué, se lo dijo: "Va a ser una niña. Y le va a ir bien. Y va a tener un nombre grande". ¡Lucía! -auguró Sean, sonrisa franca-. No, Esperanza -contestó Lucía a boca llena- Como ella. Y, por un momento, le pareció oler a café y verla sonreír.

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