La sacó de su ensimismamiento un frenazo en plena avenida que atravesó la calma del vestíbulo, la elegancia de los cortinados, las maderas pulidas, los bronces, una distorsión del lujo ese ruido de choque y de cristales rotos, se dijo Myriam, cuando por fin llegaron los gritos de los transeúntes pidiendo ayuda. Odiaba cualquier escena en la que apareciera la sangre, así que, por las dudas, se quedó en su sillón mientras la gente se arremolinaba en la puerta. Desde lejos vio cómo, sujetándolo por las axilas, entraban a Fer, -la pierna doblada en una postura imposible- todo él lloroso y magullado, -la camisa ya definitivamente perdida- y detrás a una muchacha, casi una chica, una rubia muy en su estilo, pensó Myriam inquieta, a la que solamente parecía habérsele roto un tacón.

En un primer impulso, Myriam casi se lanzó sobre su amante para ¿cuidarlo? ¿abofetearlo? ¿lanzarle, como si fuese un anillo de boda, el amuleto a la cara? Respiró hondo, se contuvo. Mejor razonar, usar la cabeza. Al fin y al cabo, decidió, ella nada tenía que ver con aquél accidente y ese cabrón no era el hombre de su vida. Que se ocupara la rubia, que se ocupara ella, le había tocado la china.

Desde el sillón en el que lo habían acomodado, Fer, gimoteando, no parecía verla. La rubia, en cambio, lanzó una mirada aérea que sobrevoló el espacio reclamando admiración, luego comenzó a tocarse el tobillo, evidentemente hinchado.

-Es curioso, pensó Myriam, no sólo se ha quedado con mi amante, sino también con mi dolor de tobillo. Luego pensó que la realidad está llena de analogías, no había que darle importancia.

-Cynthia, gimoteó Fer, con tono moribundo, ay, Cynthia…

Al escuchar el nombre de la rubita, la primera sensación de Myriam fue absurda: ¿sentiría ese hombre una atracción inevitable hacia las mujeres altas, rubias, y una y griega en el nombre? ¿la habría engañado con Sylvia, Yolanda y Gladys? Qué tontería. Lo mejor que podía hacer era subir a preparar sus maletas. Ahora todo era diferente. Hasta el cielo, que, de pronto, se había cubierto de nubes. El ascensorista estaba comentando con un huésped el accidente, y ni siquiera la saludó. Poco más tarde cogía un taxi.

Dispuesta a seguir con sus vacaciones, Myriam encontró un hotelito, casi una casa de familia, muy cerca de Plaza Francia. El lugar era agradable y la dueña, posiblemente una mujer de buena familia venida a menos, le ofreció una habitación espaciosa con cortinas floreadas. Todo muy inglés, un poquito ñoño y rosado, un poquito desgastado, pero encantador. En esa cama y en ese espacio sus sueños fueron casi infantiles: su padre de joven, su madre, la madrastra mala, (sí, tenía que llamar por teléfono para ver cómo iba aquello), los hermanos, los afectos, las disputas típicas de las familias numerosas. Amaneció entre complacida e inquieta: tenía que llamar a Madrid.

Salió a dar un paseo y entró en uno de los miles de locutorios que hay en la ciudad. Llevaba días sin noticias de su padre y la sensación de que su madrastra estaba tendiéndole alguna celada empezó a crecer en la medida en la que se olvidaba de Fer. Nadie cogía el teléfono. Luego se dio cuenta de que, con la diferencia horaria, allí era casi la hora de la siesta.

Antes de que la llenen los turistas, Plaza Francia es lo más parecido a un paraíso que puede encontrarse en una gran ciudad. Árboles expandidos como catedrales, cielos revueltos tamizados de luz, elegantes edificios que hablan de cuando la ciudad era otra, cuando el dinero y el buen gusto estaban en las mismas manos.

Contra el muro de la Recoleta, el cementerio antiguo, una serie de vendedores colocaban sus chiringuitos. Era curioso que la zona de paseos nocturnos y de feria fuese justo al lado de la de los muertos, pero tal vez así, pensó, con los extremos de la vida tocándose, las cosas tuvieran un sentido más completo. Entre las tumbas decimonónicas contempló estatuas bellísimas, cipreses añosos, se perdió por las callejuelas por las que solo transitaban turistas o algún entierro casi extemporáneo. Muerte y vida, se dijo. Paseo y descanso. Encontró la tumba de Oliverio Girondo, un poeta que le encantaba, placas que recordaban a los fundadores de la ciudad, algún gato que, subido a los tejados, maullaba entre los helechos. El sol, clavado en el cielo, sacaba reverberos húmedos a las piedras.

Cuando salió del cementerio, una mujer, con las cartas de tarot, esperaba clientes. Era gorda, maternal, de aspecto nórdico y estaba colocando un mantelito más propio de un ama de casa que de una adivina. De pronto levantó la mirada y le sonrió, sonrisa de ojos azules, clarísimos, redondos como los de un pez -un arenque- y se quedó observándola, sin parpadear.

-Ojos de pez, se sobresaltó Myriam, recordando la cena a la que tendría que haber asistido con Fer. Ojos de pez sobre un plato. Y luego: no puedo ser tan paranoica.

-Lindo amuleto, estaba diciendo la mujer. Tenía una voz muy agradable, llena de paisajes de nieve y abetos de navidad, voz de inmigrante, nostálgica, dulce.

Como hipnotizada, Myriam se acercó a la mesa y extendió el camafeo ante los ojos de pez.

-¿Le hecho las cartas? ¿Le leo la mano? ¿Española? ¡Qué suerte, es española!

"Qué suerte, española", esa frase parecía ser un tópico entre los argentinos. No entendía bien el por qué, como si nacer en tal o cual lugar fuese determinante. ¿Quién vive mejor, un colgado español o una quiromántica argentina? ¿un jeque árabe o un proctólogo norteamericano? ¿una española de vacaciones en Argentina o una argentina de vacaciones en España? Con algunas salvedades, claro, hay lugares imposibles. La suerte, se dijo Myriam, tiene que ver más con las pequeñas decisiones, con el trabajo constante, la suerte no tiene nada que ver con la casualidad. O muy poco. Mientras elucubraba, se había sentado frente a la adivina y estaba cortando, con la mano derecha, en dos montoncitos, en tres, por favor, elija una carta.

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