Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Una estrategia hereditaria
En la Constitución española no hay una regla que, al igual que hace con la autorización de indultos generales, prohíba explícitamente a las Cortes Generales aprobar una ley de amnistía. Esto, sin embargo, no significa necesariamente que amnistiar delitos, imponer por ley la amnesia jurídica general por hechos que han sido o pueden ser constitutivos de delito, sea una opción del legislador. Nos encontramos ante un problema de interpretación constitucional que no se resuelve meramente apelando a la posición central de las Cortes Generales en un ordenamiento democrático. Ello es así porque, como bien han señalado Miguel Presno o Xavier Arbós, una ley de amnistía afecta de forma muy intensa a derechos y principios que son medulares en un Estado de Derecho, como la tutela judicial efectiva, la exclusividad jurisdiccional a favor de jueces o magistrados y, muy especialmente, el principio de igualdad ante la ley. Es esta desviación respecto a la igualdad, base del Estado Constitucional, como demuestra mi querido Javier Pérez Royo, la que nos exige analizar con desconfianza jurídica el intento de las Cortes Generales de hacer desaparecer jurídicamente hechos con relevancia penal que determinados ciudadanos pudieron perpetrar en un tiempo cierto. En todo caso, al no existir una regla que prohíba la amnistía, cabría, como el propio Tribunal Constitucional afirma en su única jurisprudencia al respecto, comprender ésta como “una institución excepcional” que, en principio, implicaría “un juicio crítico sobre toda una etapa histórica, eliminando los efectos negativos de cierto tipo de leyes emanadas durante su transcurso”. Planteándonos ya, en concreto, no la constitucionalidad de la amnistía, sino la de una amnistía vinculada a los hechos del procés, creo evidente que decretar su amnesia jurídica no puede tener como presupuesto el cuestionamiento de la dignidad de las leyes democráticas que se quebraron. Estaríamos, en puridad, ante una versión diversa: el acto magnánimo de las Cortes Generales para con quienes quebraron las leyes democráticas. Un acto, articulado a través de ley orgánica, con graves repercusiones en la igualdad constitucional y la separación de poderes, cuya legitimidad podría fundarse en el interés general de reintegrar graciosa y generosamente a quienes rompieron la lealtad constitucional básica. Creo que el escenario político para ello no puede ser la pura negociación por el poder, donde la sombra de la arbitrariedad es alargada. La escena tan propia como inviable para ello sería un pacto de Estado.
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