Dicen aquellos que lo conocieron que el actor Álvaro de Luna era ante todo una persona buena, una buena persona que hace unos días que nos dejó. Cuando me enteré de su marcha recordé aquellos años de infancia que nunca olvidé en los que los niños del barrio -que entonces teníamos entre ocho y 11 años- nos metíamos en la piel de los personajes de la serie Curro Jiménez para vivir nuestras propias e inocentes aventuras de bandoleros por las sierras de Belalcázar, castillo incluido. Cada uno de nosotros elegimos un papel que estuvimos interpretando durante al menos un par de años. Todos envidiábamos a Paco Gallego -Paco el de la Damiana, como lo conocemos en el pueblo- porque fue el más hábil a la hora de quedarse con el deseado personaje al que en televisión daba vida Sancho Gracia. El resto nos lo repartimos como pudimos. Manolo Fernández se quedó con el de El Estudiante, un papel que en realidad le venía como anillo al dedo; mientras que Gabriel Ángel Pizarro -El Hillo- acabó siendo El Gitano; y un servidor, El Fraile. Nadie levantó en un primer momento la mano para ser El Algarrobo hasta que lo hizo Julio Rodríguez -El Monjero-. Julio tenía claro que quería ser ese ladrón de poca monta que se topa con Curro Jiménez cuando los dos pretenden asaltar la misma carroza, un primer encuentro que acabó por resolverse a mamporros, una forma que era habitual en este bandido bruto y bonachón.

No era la primera vez que ocurría. También jugábamos a Los hombres de Harrelson -luego conocidos como SWAT- y a otra mítica serie policiaca, Starsky y Hutch, y en ambos repartos de personajes Julio se pidió ser quien nadie quería ser, dos personajes de color que tenían un menor protagonismo en esas series: el sargento David Kay, en el caso de Los Hombres de Harrelson, y el capitán Harold Dobey, en el caso de Starsky y Hutch. Curiosamente, personajes que, como el de El Algarrobo, tenían un gran corazón. Julio, desde su sabia inocencia, siempre se identificó con ese tipo de personajes secundarios, tan importantes para la trama como los principales, por eso no le costaba nada elegirlos demostrando de esta forma una madurez de la que carecíamos los que habíamos luchado, en algunos casos con éxito, por conseguir ser Harrelson o Hutch, como fue mi caso. Después de los años que han pasado de todo aquello, tengo claro que Julio no eligió ser los personajes que nadie quería, sino que eligió los que eran consustanciales a su gran categoría como ser humano. Hace unos días, cuando me enteré de la muerte de nuestro inolvidable Algarrobo recordé aquellas aventuras de trabucos prefabricados de madera en la que unos niños asaltábamos diligencias imaginarias con el sueño de conseguir un mundo más justo, unas aventuras regadas con la inolvidable sonrisa de Julio -mi Algarrobo-, la misma inolvidable sonrisa con la que mi amigo habrá recibido a Álvaro de Luna en el Cielo.

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