Ya están aquí. "¡Caracol, saca tus cuernos al sol!": soniquete alegre y festivo, como si no hubiera riesgos de incumplir no sé qué canon del lenguaje políticamente correcto que hoy es religión. Pero ya están aquí. Que sí. Esta columna, leída fuera de las fronteras del califato de Klingon, necesitaría mapa. Uno breve: la ciudad que me prestan a ratos, y muchos de sus pueblos hermanos para formar provincia, se vuelca con el caracol desde ya y hasta mitad de junio. En la capital, casi cuarenta ubicaciones este año, algo menos que otros, albergan puestos de caracoles, un negocio tradicional y muy propio del universo cordobita, donde degustar los clásicos caracoles chicos, con su caldo bien limpito y su puntito ligero de pique, o los gordos, en salsa, que cada cual concibe a su manera. Los puestos de caracoles en Córdoba tienen su magia y su historia, más reciente de lo que nos parece -solo desde la mitad del siglo pasado, desde Manuel Rojano, el pionero de la Magdalena-, pero ya muy enraizada en nuestras costumbres y en nuestra gastronomía.

En los últimos años ha crecido la variedad de la oferta y la complejidad de las instalaciones, al tiempo que se ha ampliado por delante la duración de la temporada (yo no soy tan tempranero). Hoy se pueden probar, junto a los vasos de chicos y platillos de gordos de toda la vida, elaboraciones diferentes, más propias de otras experiencias culinarias que del molusco, "carbonara", "teriyaki" y, cualquier día, "caracol-sin-caracol-pero-que-sabe-a-caracol". Los puestos están cada vez más costeados. No ha desparecido el remolineo alrededor de una barra metálica, de pie, sorbiendo a coro y sacando el bicho, regado con quintos de cerveza fría, pero el puesto se extiende, con sus barras más barras, sus mesas, sus anexos y sus cosas nuevas. Lo que está claro es que, sea como sea, el caracol vuelve para triunfar.

Los puestos son un negocio. No dará para volverse loco, desde luego, pero contribuye a solucionar la papeleta. Entre cinco y diez personas trabajando por puesto; casi siempre, empresas familiares para cinco meses de venta a un personal caracolero con ganas y afición. Y los proveedores: doscientos mil kilos se consumen, más o menos. Eso mueve el cotarro. Aparte, la discusión eterna, muy de aquí, muy sabida, sobre todo al principio: "estos vienen de Marruecos"; "pues ya casi todos, todo el tiempo, no son del campo". La verdad es que la helicicultura autóctona no atraviesa su mejor momento y es difícil encontrar producto en precio, pero eso no hace que la globalización económica frustre el momento. Lavaditas las babas a conciencia y bien "gaiteaos" los caracoles, se digiere la polémica.

Pues eso, tacita a tacita. Igual cuando se cumplan los cien días del gobierno hablamos de otra cosita, que va a pillar en temporada alta. Soplar y sorber no puede ser.

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