Adiós, muchachos

No sin dolor nos preguntamos cuándo acabará en América la maldita estirpe de los caudillos

Un mismo título da nombre al célebre tango de César Vedani, a la maravillosa película de Louis Malle y a la melancólica autobiografía del nicaragüense Sergio Ramírez, en la que el último premio Cervantes, que llegó a ser vicepresidente del Gobierno sandinista, contó su experiencia desde los años de lucha contra la tiranía de Somoza hasta la dolorosa ruptura con sus antiguos camaradas, los bravos muchachos del Frente que había protagonizado la última revolución latinoamericana de la era del socialismo real. Su mediocre y camaleónico líder, Daniel Ortega, nunca tuvo el carisma ni la prestancia ni la habilidad retórica de los barbudos en los que se inspiraba, pero su asalto al poder no careció de épica y el hecho de que tuviera que combatir, entre grandes dificultades, a una guerrilla financiada por Estados Unidos, le ganó la simpatía de buena parte de la izquierda internacional. De los sandinistas, tan cargados de razón histórica, nos gustaba hasta la bandera rojinegra. Muchos jóvenes de entonces, menos receptivos a los acaramelados sones de la nueva trova cubana que al recio homenaje de los mismos punkies londinenses que habían cantado a los freedom fighters de la guerra de España, recordamos bien el impacto de la tristísima escena en la que el comandante, después de perder las elecciones a manos de la coalición opositora, se dirigía a unos fieles desolados. Supimos luego que el traspaso, ciertamente insólito en la órbita filosoviética, había distado de ser ejemplar y que los titulares del gobierno saliente se habían repartido el patrimonio del Estado antes de abandonar las instituciones. Pero lo peor, como suele decirse, estaba por venir, cuando años después el ya veterano dirigente, reconvertido en ferviente católico y amparado por una extravagante alianza entre la autoridad eclesiástica, los empresarios afectos y los restos de un sandinismo convenientemente reducido a palabrería, reconquistó el poder con la clara intención -compartida por su mujer, la siniestra y todopoderosa Rosario Murillo- de no volver a abandonarlo. El en otro tiempo esperanzador movimiento revolucionario, sostenido por un legítimo afán de justicia, pudo pecar de ingenuo e ineficiente, pero lo de ahora no merece otro nombre que el de un despotismo de opereta con ribetes grotescos. La historia se repite en clave de farsa, pero es una farsa trágica en la que la acción de las milicias parapoliciales recuerda o se sobrepone a la de tantas otras dictaduras de cualquier tiempo. No sin dolor nos preguntamos cuándo acabará en América la maldita estirpe de los caudillos.

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