Visto y Oído
John Amos
Tribuna Económica
La defensa de la competencia persigue, según la Comisión Nacional responsable del tema, la CNMC, que las empresas y el conjunto de la economía funcionen de manera eficiente. Si los recursos se asignan a los empleos más convenientes, tendremos “mejores precios, productos y servicios de más calidad, un nivel de desarrollo técnico más avanzado y, en definitiva, más productividad y más competitividad para nuestras empresas”. Suena bien. Si la vía hacia el progreso individual y colectivo es el esfuerzo y la capacidad, en lugar del enchufe o el amiguismo, el resultado será una sociedad más justa y también más próspera. Recuerda a la mano invisible de Adam Smith (no hay prosperidad sin crecimiento y el egoísmo de los individuos es la fuente del beneficio colectivo), que también suena bastante mejor de lo que luego se suele encontrar en la realidad, sobre todo cuando las reglas no son claras o son susceptibles de adaptarse a los intereses de algunas de las partes. La economía de los grupos de interés nos indica que el resultado puede quedar muy alejado del estado de felicidad que promete la competencia.
Pensamos que nos movemos con libertad y elegimos lo que más nos conviene, pero la realidad es que lo hacemos según patrones establecidos y la impresión es que cada vez estamos peor porque la globalización nos hace perder autonomía de decisión. Son otros, cuyas verdaderas intenciones normalmente desconocemos, los que deciden por nosotros y esto ocurre en todos los ámbitos, incluido el político.
Si un grupo de perdedores consigue ponerse de acuerdo para imponer sus condiciones en el mercado e impedir que lo haga el más eficiente, entonces ni precios reducidos, ni servicios de calidad, ni competitividad ni nada de todo lo que la CNMC dice defender. Una sociedad estructurada en torno a privilegios o condiciones ventajosas para unos frente a otros y que admite la posibilidad de que intereses organizados puedan cambiar las reglas a su conveniencia, será, como mínimo, injusta e insegura. Si además los grupos de interés están permitidos pero no regulados, entonces es también probable que las verdaderas intenciones de los participantes en la competición estén ocultas tras la repetición machacona de eslóganes encargados de repartir bendiciones e improperios morales entre propios y contrarios. “La urbanización de estos terrenos generará empleo y el desarrollo de nuestro pueblo” o “cambiamos la ley por el interés de España” serían posibles ejemplos.
La magia del teatro del guiñol persiste mientras se mantenga oculto a quien maneja los hilos de la historia y sus verdaderas intenciones. La transparencia es, por tanto, una amenaza que hay que desactivar, pero ¿cómo impedir los argumentos contrarios a nuestros intereses? Se puede, por ejemplo, impedir las preguntas en comparecencias públicas, o en el caso de entrevista en medio de comunicación, evitar el diálogo por el burdo método de no parar de hablar hasta aburrir al entrevistador. En cualquier caso, es importante una buena dosis de caradura, aunque sea en un país como el nuestro, uno de los más envejecidos, donde hasta el teatro del guiñol pudiera verse obligado a cerrar por falta de público.
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