Ocho leyes de Educación en 40 años y ninguna ha servido para poner a España entre los países punteros en materia educativa. Ni una. La aprobada por el Consejo de Ministros nace sin el entusiasmo de la comunidad educativa, y tan cargada de errores, si no más, de las anteriores.

Todas las leyes de estos 40 años han nacido con un defecto. O con varios. Impregnadas de política, a vueltas con religión sí religión no, y con la eterna polémica de una asignatura con distinto nombre sobre valores cívicos. En la de Celaá se pone el acento en la prevención de violencia machista, que la izquierda pretende hacer sólo suya. Sin embargo, no se ve la misma preferencia en la formación, los conocimientos indispensables para enfrentarse a la vida, el fomento de las aptitudes artísticas, deportivas o científicas, el premio al esfuerzo y enseñar a relacionarse socialmente asumiendo el respeto a cualquier ideología, raza y cultura. Y falta poner el acento en aprender.

No es tan difícil, no hay más que copiar los modelos de los países que están a la cabeza en nivel educativo, como Finlandia o Corea del Sur. En el proyecto de Celaá lo que importa es pasar de curso, al punto de que se puede tener el título de bachillerato con una asignatura pendiente. No hay defensa de la lengua y la cultura comunes, tremendo error. Se retira el concierto a los colegios no mixtos, se da a los gobiernos la potestad sobre cómo formar los grupos de alumnos y se restringe la libertad de los padres a elegir centro educativo para sus hijos.

Este proyecto fomenta la discriminación. La familia con medios manda a sus hijos a colegios privados extranjeros con planes de estudio más completos o a un país con alto nivel educativo, mientras que los económicamente más débiles se tienen que conformar con unos planes de estudio que no están a la altura. No ha acertado, hasta ahora, ningún ministro. Sólo lo harán si piensan en lo que es mejor para los estudiantes en lugar de dar prioridad a su ideologización.

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