Análisis

joaquín aurioles

La perspectiva de la desigualdad

Si se hunde el PIB, se deteriora la atención sanitaria, debido al desplazamiento de las rutinas hospitalarias y la educación se atrofia en su desconcierto, no es de extrañar que el índice de desarrollo humano (PNUD, Naciones Unidas) haya descendido por primera vez en su historia y en la mayoría de los países, con los consiguientes efectos adversos sobre la pobreza y la desigualdad.

Las estadísticas tardarán todavía en reflejarlo (se acaba de publicar la Encuesta Europea de Condiciones de Vida en 2019), pero la preocupación lleva a afinar en la observación de lo que está ocurriendo. No es una enfermedad de grandes ciudades (Madrid, Barcelona o Nueva York), ni trata de igual forma a pobres y a ricos, sino que se instala entre la desigualdad social y perjudica especialmente a los más desfavorecidos. Estos tienen más difícil limitar el riesgo de contagio (distancia social e higiene) y la precarización de las relaciones laborales y la tasa de economía sumergida contribuyen a agravar la desigualdad. En este contexto, la garantía de un mínimo vital de subsistencia que permita relajar la necesidad de riesgos laborales excesivos, no es solo una medida de carácter social, sino también aséptica.

La epidemia se comporta, por tanto, como un potente amplificador de las desigualdades, pero también discurre por variantes ajenas a la estructura social. No solo es cuestión de ricos y pobres. Los mayores son grandes perdedores porque son más vulnerables y tienen más dificultades de reinserción laboral si, como parece, se amplía la brecha digital intergeneracional. En todo caso, el efecto balsámico de los ERTE y los créditos de tesorería siguen maquillando el efecto final de la crisis sobre la economía y el empleo, aunque ya son evidentes algunas de las categorías claramente ganadoras y perdedoras.

Entre los ganadores, el sector sanitario y el farmacéutico, así como también las tecnológicas en general, mientras que todos situamos al turismo y al comercio tradicional entre los perdedores, además de la cultura, el ocio y otras actividades de fuerte contenido presencial. Entre ambos grupos, una muy variada gama de realidades y pronósticos y la convicción de la necesidad de una adaptación general inteligente a nuevos protocolos de relaciones sociales y laborales (el contacto virtual desplaza al presencial y teletrabajo), aunque con matizaciones de interés.

Hay que distinguir, por ejemplo, entre lo inmediato y lo definitivo, aunque para sobrevivir a lo primero sea necesario disponer de instrumentos eficaces de política económica. También aumenta la valoración de la flexibilidad frente a la especialización.

El riesgo de pobreza disminuye con la capacidad de adaptación de las personas, pero esta regla también es válida para las empresas que en tiempos de cambio e incertidumbre se inclinan por las estrategias defensivas frente a las agresivas. Por último, el problema de la desigualdad aumenta con la insuficiencia de los recursos fiscales, pero la tentación de subir impuestos en tiempos de crisis puede perjudicar gravemente la inversión privada e incluso la propia recaudación, ambas especialmente trascendentes en la coyuntura actual.

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