Análisis

José Ignacio Rufino

El pelota en las organizaciones

La categoría institucional de un país tiene que ver con la tolerancia a quienes usan las empresas en su propio beneficioEl pelotillero y el peloteado suelen lastrar aquello a lo que deben servir

El español es rico en sinónimos, lo cual da mucho juego en cualquier oficio, y en particular en este de combinar párrafos (y estos con el tiempo y la opinión). He investigado un término que bien merece un microensayo: pelota. El pelota, en su acepción figurada de pelotillero. Lo definiremos por sus voces equivalentes, nada sutiles: arrastrado, lameculos, cobista. Siempre, bendito idioma, hay una sinonimia más dulce; en este caso: adulador, lisonjero, zalamero. No es sobre estas formas más amables y soportables de las que va esto de hoy. Es sobre el pelota taimado y de malas artes. El que se desuella el pecho por un interés, normalmente sucio. Todos los idiomas reconocen al reptil de babas: en italiano, leccapiedi; en inglés, creep. El pelota es un tipo universal, y bien puede ser un chupóptero de lo ajeno. En un doble sentido: el pelota busca por lo bajini un beneficio propio que o no es lícito o es oscuro, y el pelota chupa lo que haga falta. Metafóricamente. Aunque de todo hay.

El pelota es un ejemplar nocivo sobre todo en el entorno organizativo, en la empresa o institución. Porque tan arrastrado se muestra con el poder del que quiere obtener o mantener prebendas o miserables migajas, como cruel con quien no tiene nada que darle o, sencillamente, es débil. El pelota es cobarde, y se cebará con los pequeños o indefensos, y no digamos con aquellos que no son del agrado de su jefe, o amo: a estos los asume como enemigos propios, gente a machacar por sistema. El pelota es acrítico, esto es, nunca ejercerá ninguna oposición a la fuente de sus mamelas… o, lo dicho, meras migajas. Y el peloteado acabará maltratándolo, incluso en público: como sucede con cualquier sumisión, por otro lado.

El envanecimiento del peloteado suele alimentarse del pelotilleo que le profesan los pelotas. Es normal que quien usa la bici a diario interiorice una creencia: "La bici es mía". Es una patología muy habitual en las empresas y otras organizaciones, porque la gestión del poder tiende a corromper. Según Galbraith, la tecnocracia o mando de quien no es propietario suele producir monstruos en las instituciones, que se ponen al servicio de las agendas personales e intereses de las personas, anteponiendo lo privado e ilegítimo sobre sus deberes contractuales como conductores a sueldo de las compañías a las que deben servir. El pelota puede convertirse en tal porque quien ostenta el poder -o, en este caso, detenta- lo compra. Con mucho o con poco. Los acuerdos privados más o menos tácitos o explícitos entre personas a costa de la empresa o de las propias instituciones públicas son la esencia de la corrupción y lastran el rendimiento natural de las organizaciones; las pervierten y vampirizan. Los acuerdos para obtener mayorías en las sociedades mercantiles son legítimos, no así el mercadeo de prebendas. La calidad institucional de un país y su sistema empresarial o político tiene mucho que ver con el trajín de favores que apuntala en la cumbre directiva a quien utiliza a su antojo lo que no sólo no es suyo, sino que debe ser el objeto de su trabajo a cambio de una contraprestación dineraria objetiva. Mercadear con favores a costa de lo ajeno con la complicidad de pelotas ávidos de privilegios espurios es un síntoma de degradación. En este esquema de corruptela sucede que, en primer lugar, la empresa pierde; en segundo lugar, que se perpetúan los menos valiosos pero más manipuladores, y, en tercer lugar, que los pelotas -no los tiernos agradadores por naturaleza- medran. Todo lo cual pervierte el sentido último de las organizaciones; las drena y daña. En beneficio de los peores -peloteado y cómplices pelotas- cuyas conciencias, maleables como plastilina, les dirán: "Haces bien, en el fondo eres un servidor abnegado: poco te llevas".

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