Los datos del Ministerio de Trabajo indican que los parados han aumentado en 724.532 en 2020 y se acercan a los cuatro millones, el peor dato desde 2016 y la primera vez que aumenta desde 2013, y que hay algo más de 750.00 trabajadores en ERTE, aunque consuela recordar que se llegó a superar los 3,5 millones durante el confinamiento. Son las dos imágenes que mejor reflejan la ruina en el paisaje laboral que deja la pandemia, cuya devastación todavía nos acompañará algún tiempo, pero no las únicas. También se han reducido las contrataciones (en 6,5 millones, un 29%) y los cotizantes a la seguridad social (360.000 a lo largo de 2020 y 450.000 desde marzo), mientras que se han triplicado las solicitudes de prestaciones por desempleo (2,1 millones).

Los matices permiten apreciar perfiles de interés por provincias, comunidades, sectores de actividad o edad, pero los grandes trazos del problema no dejan lugar para las contemplaciones. El impacto del Covid-19 sobre el empleo en España está siendo mucho más acusado que en el resto de la Unión Europea por las características del mercado de trabajo (precariedad, temporalidad, etc.), pero sobre todo por la intensidad de la contracción de la economía.

El Gobierno se esfuerza en ofrecer explicaciones que los expertos rechazan por entender que sólo afectan a la epidermis del problema. La cifra podría, según argumentan en el ministerio, estar inflada por el requisito de inscripción en las oficinas de empleo para acceder al Ingreso Mínimo Vital o por la posibilidad, debido a la pandemia, de renovar la inscripción como parado de forma telemática. Lo cierto es que nadie culpa, en general, al gobierno de la catástrofe, pero se intuye la preocupación por lo que pueda ocurrir en 2021.

El desconocimiento de lo que se venía encima provocó errores de diagnóstico en todos los gobiernos. Puesto que se confiaba en que la vía de solución se encontraría incluso dentro de 2020, las recetas económicas ponían el énfasis en aguantar el temporal sanitario y volver a la normalidad de forma progresiva y sin excesivos traumas. Otros países apostaron por programas excepcionales de ayudas directas y fiscales, aprovechando la relajación de las reglas de competencia en la Unión Europea, mientras España prefirió los créditos de tesorería a través del ICO y los ERTE para frenar el cierre de empresas y el hundimiento del empleo. Todas han sido medidas paliativas de carácter temporal, cuya efectividad decae con el tiempo y que el desbordamiento de las previsiones ha obligado a revisar, pero nunca concebidas para atender a los que finalmente les fallen las fuerzas para volver a abrir sus puertas.

Entre los criterios de reparto de los fondos Next Generation figuraba la tasa de desempleo, pero se desconoce si el Gobierno lo mantendrá para la selección de los proyectos a financiar. El final de la pandemia dejará dos escenarios de reconstrucción. Por un lado, el de los proyectos ideales, susceptibles de recibir el beneplácito europeo. Por otro, el de la cauterización de las heridas que queden abiertas cuando se retiren los paliativos. De este último poco se dijo durante el discurso de autobombo del presidente de fin de año.

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