Punto crítico

Setefilla R. Madrigal

Mucho más libres

La calle donde se encuentra la clínica de mi dentista se llama 4 de diciembre. Es una calle fea para llevar ese nombre, de esas que sirven para comunicar perpendicularmente una vía con otra en la que apenas hay vida. Tan sólo una hilera de casas ajardinadas se esparcen a un lado y al otro de la carretera, corta y de un solo sentido, que comienza en ese islote de salud dental y acaba en un bar donde los abuelos se toman el café y la copa de coñac todos los días. En ese bar apenas se oye el murmullo mañanero de la gente. El molinillo del café retumba en las paredes pintadas a gotelé, unido al estrepitoso chirrido del calentador de leche cuando éste entra en contacto con la jarrita de metal. Es imposible oír nada. Ni a nadie. Por eso la primera vez que fui a Barcelona me llamó tanto la atención aquello. El desayuno de la primera jornada de turismo lo hicimos en un bar cercano al hostal. Unas dos personas apostadas sobre la barra terminaban su tostada con la mayor de las parsimonias. Una mujer se sentaba al lado de la ventana, en una de las mesas de ese lugar elegido al azar, demasiado espacioso para tan poca gente. Otro, hojeaba el periódico a la vez que pegaba los últimos sorbos a su expreso. Pude oír por dónde iba: primera página, editorial, segunda página, opinión, tercera página, algún tema que abriría portada y así, de una a otra, hasta que el tipo se hubo empapado de todo lo que pasaba en el mundo. Escuchar a alguien pasar las hojas de un periódico mientras desayuna en un bar es algo maravilloso. Nunca me ha vuelto a pasar, porque eso no sucede en el sur. Aquí alguien habría intercedido en esa maravillosa escena con un: "¡Betis-Cádiz, cómo está la cosa!". O alguien habría saludado a alguien por su apellido, palmeándole la espalda de forma sonora y acercándose al camarero e insistiendo con un gesto, en el que el dedo índice describiera un círculo en el aire, que los cafés de ambos fueran a parar a la misma cuenta.

Un amigo mío contó algo, en aquel sitio donde se escuchaban las páginas de un periódico al pasar, y la mujer que estaba al lado de la ventana se incorporó de pronto. Dejó su bebida, giró todo el cuerpo hacia nosotros y susurró algo en contra de los andaluces. Entre tanto silencio quedó flotando aquel agravio a unos desconocidos, a una tierra, a un acento. Aquella ofensa que al hombre del periódico le hizo asentir, también al de su lado y al camarero. Jamás he sentido tanta hostilidad. Pensé en mi tierra y en las ideas, en el odio, la política y en lo establecido. En todo eso pensé antes de irme del único bar donde no existió la libertad.

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